(ZENIT – Madrid).- Juan Pablo II puso a este santo como antorcha para los integrantes de la Iglesia: sacerdotes, religiosos y laicos. Dijo de él que era un «ejemplo luminoso y eficaz». Su mérito: haber ensamblado armónicamente vida contemplativa y activa. Tuvo estos grandes amores: Cristo, la Iglesia, el papa y los débiles.
Nació en Udine, Italia, el 4 de agosto de 1804 en una familia que gozaba de buena posición económica. Sus padres Domenico Scrosoppi, que regentaba una joyería, y Antonia Lazzarini, inculcaron a sus tres hijos tal amor a Cristo y a su Iglesia que todos, Carlo, Giovanni Battista y Luigi, fueron sacerdotes. Al ser éste el benjamín, cuando ofició su primera misa en 1827 concelebraron con él sus hermanos mayores. Su lema fue «hacer todo para todos». Lejos de un activismo estéril, como el eje vertebral de su existencia era Cristo al que ardientemente deseaba asemejarse, y lo que hacía estaba revestido de fe y confianza en Él, cosechó abundantes frutos. «Quiero ser fiel a Cristo, estar dedicado plenamente a él en mi caminar hacia el cielo, y conseguir hacer de mi vida copia de la suya». Oraba sin descanso y se postraba ante el Santísimo; era su alimento junto a la Eucaristía. Fue un hombre devoto. El rezo del rosario, la celebración del via crucis y otras prácticas de piedad formaban parte de su quehacer.
Creció siendo testigo de diversas penalidades que recayeron sobre su país. El tifus, la viruela y una pertinaz sequía regaron las calles de huérfanos. Por tanto, el hambre y la miseria eran bien conocidas por él. A la vista de tantas calamidades su preferencia por los pobres, enfermos y abandonados se acrecentó. Y antes de ser ordenado sacerdote se implicó en acciones encaminadas a socorrerlos. Además, había colaborado con el Oratorio de san Felipe Neri, al que admiraba profundamente. Como otros santos veía a Cristo en los desfavorecidos y afectados por el drama humano: «Los pobres y los enfermos son nuestros patronos y hacen presente la persona misma de Jesús». Con visible espíritu evangélico luchó por ellos en esos tiempos de crisis, al frente del orfanato para niñas impulsado por su hermano Carlo del que era director auxiliar desde 1829.
Su respuesta ante la penuria económica fue lanzarse a la calle; él mismo se había despojado antes de sus bienes para asistir a los que sufrían carencias. Lleno de fe reclamó asistencia y obtuvo los medios precisos para adquirir un edificio. Pero la repercusión de esta admirable labor entre los necesitados fue tan exitosa que enseguida requirieron mayor espacio para albergar a los que no tenían cobijo. Eso suponía que debían hacer acopio de nuevos recursos para costear la obra, de modo que, mientras coordinaba y trabajaba en la construcción de la casa, continuó pidiendo ayuda. En 1836 quedó culminado el edificio denominado Casa para los Desposeídos. Coincidió que ese mismo año la región sufrió la epidemia de cólera y el centro fue el único que pudo acoger a los damnificados.
Un grupo de maestras compartían con él la misma vocación de favorecer a los pobres y abandonados. Su caritativo testimonio movió los corazones de estas nueve profesionales de la enseñanza y fueron el pilar de la congregación de Hermanas de la Divina Providencia que fundó en 1837. Tenía como objetivo la atención espiritual y humana de niñas, a las que proporcionaron, junto a la formación cristiana, recursos prácticos para su devenir enseñándoles el oficio de costurera. Sobre todo, quería que las trataran con amor, ese que la vida les había hurtado. Puesta bajo el amparo de san Cayetano, la obra bebía de la espiritualidad del oratorio fundado por san Felipe Neri. Precisamente en 1846 Luigi pasó a formar parte del mismo, movido por una serie de circunstancias y de la historia misma, ya que su ideal de pobreza había sido el de san Francisco de Asís.
En 1854 fundó la Casa de Rescate para jóvenes abandonadas y en 1856 fue nombrado preboste de la comunidad. Las autoridades cerraron el oratorio, pero él siguió siendo fiel a san Felipe. En 1857 impulsó la escuela y centro de alojamiento para sordomudas que se mantuvo activo quince años. También abrió una Casa de Providencia destinada a las jóvenes que habiendo terminado sus estudios estaban desempleadas. Esta intensa actividad la compaginaba trabajando en los hospitales donde atendía a los enfermos y a los pobres. No se olvidó de los seminaristas y sacerdotes que vivían en la pobreza, a quienes proporcionó ayuda espiritual y material. Todo lo hizo con ejemplar sencillez, humildad y caridad, sintiéndose en manos de la Providencia bajo cuyo amparo puso la fundación. Conocía el valor del esfuerzo, de la perseverancia en la lucha, especialmente en medio de los contratiempos. Nada ni nadie podía inducirles al desaliento si tenían presente, como él, que hacían todo por Jesús. Denostó la vanidad, la prepotencia, la hipocresía y lo superficial.
El anticlericalismo recalcitrante llevó consigo el cierre de casas y el cese de actividades de muchos grupos. Clausuraron su oratorio y con él desaparecieron los recursos parroquiales. Sin embargo, este hombre humilde, generoso, diligente, dócil y caritativo que vivía a expensas de la voluntad divina, siempre presto a cumplirla, consiguió mantener a resguardo el resto de sus fundaciones. En todas las penalidades que se le presentaron actuó con heroica paciencia. Profetizó: «Voy a abrir doce casas antes de morir», y así fue. A punto de entregar su alma a Dios vaticinó: «Después de mi muerte, vuestra congregación sufrirá muchas tribulaciones, pero después renacerá a una vida nueva. ¡Caridad! ¡caridad! Este es el espíritu de vuestra familia religiosa: salvar las almas y salvarlas con la caridad». Falleció después de pronunciar estas palabras en Udine el 3 de abril de 1884. Conoció en vida el auge de sus fundaciones y la aprobación de su congregación efectuada por Pío IX en 1871. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de octubre de 1981, y lo canonizó el 10 de junio de 2001.
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