Un amigo devuelve la esperanza – III Domingo de Pascua

Hechos de los Apóstoles 2, 14. 22-23: “No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio”
Salmo 15: “Enséñame, Señor, el camino de la vida”
I Pedro: 1, 17-21: “Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha”
San Lucas 24, 13-35: “Lo reconocieron al partir el pan”

El pasado 27 de Febrero en Frontera Comalapa bendijimos un albergue para migrantes y una casa refugio donde puedan esperar quienes han solicitado asilo, provenientes de los países de Centro América. Sus rostros agradecidos y conmovidos hasta las lágrimas nos manifiestan que valen la pena los esfuerzos y trabajos de gente sencilla que sacrifica su tiempo y hasta su comida para compartirla con el hermano ignorado y desconocido. Me hicieron llegar un comentario duro y muy crítico: “Estos padrecitos ‘pend…’ quieren llenar el país con la basura que no quieren los americanos ni los del Sur. México debería ya estar construyendo su muro, en unos años seremos Salvatruchos”. En cambio, los migrantes sollozando exclaman: “Gracias, es difícil encontrar un amigo en el camino. Un amigo devuelve la esperanza y sostiene en la lucha. Gracias”.

Leamos y releamos el relato de San Lucas no como un acontecimiento pasado, sino como el camino de toda persona y de toda la humanidad. Miremos nuestra vida hacia atrás y no será difícil reconocernos en esos dos peregrinos que abatidos y con dolor toman la decisión más difícil: reconocer su fracaso y abandonar todo. Era tan grande su ilusión, se habían forjado tantos sueños, todo parecía tan bonito… y ahora todo terminaba en nada: “Nosotros esperábamos que Él sería el libertador de Israel”. Sí, esperaban, pero ahora se han quedado sin ilusiones. Y hasta parece la historia de nuestro pueblo y de nuestras comunidades, y hasta parece la historia personal de cada uno de nosotros. Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos que eran solución y única verdad. Después cuando aparece la adversidad y el fracaso, cuando tenemos que cambiar nuestros criterios, cuando aparece la cruz y las llagas del Crucificado, nos desilusionamos y corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad. ¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas? ¿Qué proyectos he abandonado porque, siendo buenos, no resultaron de la forma que yo lo esperaba? ¿He abandonado mi lucha por la verdad porque he encontrado mentiras?

En los peores momentos de mi vida, cuando me sentí hundido en el fracaso, cuando aun los más cercanos me abandonaron, siempre ha aparecido Jesús caminando a mi lado. Él es el verdadero amigo de camino. En silencio, sin hacer ruido, desciende hasta mis frustraciones y mis miserias. Cuando me siento muy perdido y totalmente fracasado, hasta allá va Jesús y empareja su paso con mi paso vacilante. No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña. Su encarnación es un acercarse al hombre que sufre y ha fracasado. Su encarnación, actual y de cada día, es su presencia serena que se avecina junto al que ha abandonado, decepcionado, toda su esperanza. Después de caminar, conversa, escucha, atiende. No condena. Al final, ofrece el camino de retorno, el camino de esperanza: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan. Palabra, cercanía y compartir vida y pan, restauran las heridas y reaniman la fe. Es el mismo proceso que hace con cada uno de nosotros.

Jesús no sólo habla, sino se acerca acompaña y restaura la esperanza. Para enfrentar a un mundo de oscuridad y de desesperanza, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros. Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades. Tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos. Finalmente se convierte en pan que anima, fortalece y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una “casa-comunidad” que no deja al forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. Los ojos ciegos de los discípulos se abrieron y pudieron reconocerlo al partir y compartir el pan. Y es que el pan partido y compartido hace comunidad. Él mismo se hace pan y eso, que puede parecer bonito y hasta poético, no es nada fácil, sino muy comprometedor y riesgoso: significa no vivir para sí, sino para los demás, deshacerse para fortalecer, fraccionarse para unir, morir para dar vida. Y ahí, en el pan, es donde lo reconocen los discípulos y ahí recuerdan sus palabras que les hacían arder el corazón, y ahí entienden que no puede haber verdadera muerte donde hay tanto amor. Y entonces se llenan de audacia, y ya no les importa que se haga de noche: ellos deben regresar para restablecer la comunidad.

Abrir los oídos, dejar arder el corazón, alimentarse del Pan, compartir la esperanza, restauran la fe. Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado, llenémonos de esperanza y sigamos los mismos pasos del peregrino de Emaús. No podemos quedarnos insensibles y fríos. Hoy también encontraremos en el camino hombres y mujeres que un día iniciaron con ilusión y que hoy han perdido toda esperanza: los migrantes que soñaron con unos centavos que vinieran a liberarlos de las deudas, del hambre y de la necesidad; los jóvenes que se ahogan en la desesperanza porque no encuentran ni trabajo ni posibilidades de estudio, que ven limitada su vida a ir sobreviviendo y pierden toda ilusión y son fáciles víctimas de la droga, del narcotráfico, de la desidia e indiferencia. Los matrimonios que en medio de fiestas y promesas esperaban encontrar una felicidad fácil y que retornan solos… hay tantos que vagan solitarios por el camino. Hay muchos “discípulos” que son de los nuestros, que quisieron vivir nuestra fe y que después se han quedado sin ilusión, sin alegría, sin Dios. Y es nuestro compromiso llevar la noticia de la vida y anunciar la resurrección. No podemos predicar un evangelio mocho que termina en la muerte y el fracaso; no podemos anunciar un evangelio fácil que solamente tiene aleluyas y milagros. Proclamamos un evangelio que da vida pasando por el dolor y el sufrimiento de la entrega a los pobres. Nuestro anuncio y nuestra proclamación deben ir acompañados de gestos que comprometan nuestra vida, necesitamos ser pan que se parte, que nutre, que fortalece, que llena de esperanza. Al emparejar el paso con el que sufre y en una mesa compartida nace la fraternidad. ¿Cuál es el testimonio que estamos dando de Cristo Resucitado?

Señor Jesús, que te haces compañero de camino, que alientas los corazones tristes, que te haces pan partido, que das ilusión y esperanza, llena nuestro corazón con la alegría de tu Resurrección y concédenos encontrarte en el camino de cada hombre y de cada mujer, y compartir con ellos nuestro pan y nuestra esperanza. Amén.

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