(ZENIT – Madrid).- Belleza y virtud, junto a un carácter extremadamente sensible y apasionado que orientó hacia Cristo, fueron rasgos de Juanita Fernández Solar, primera chilena canonizada. Ebria de amor por Él, decía: «Cristo, ese loco de amor, me ha vuelto loca». Pertenecía a una respetable familia de Santiago de Chile, donde nació el 13 de julio de 1900. De un estatus acomodado habían descendido a una clase social menos elevada. Pero cariño no le faltó: «Jesús no quiso que naciese como Él, pobre. Y nací en medio de las riquezas, regalona de todos».
Apegada a la familia, bien cuando tenía que separarse de ella por cualquier motivo o por razones de vida, como la pérdida de su abuelo, no podía evitar que le embargase hondo pesar. Se formó con las teresianas y en el colegio del Sagrado Corazón. Después de una intervención de apendicitis en 1914, parece que por causa de la anestesia tuvo un arranque de mal genio que fue cercenado de raíz por Lucía, su madre. En 1915 la matriculó interna en el colegio y esta decisión surtió el efecto deseado. La adolescente modificó su comportamiento, aunque hubo alguna otra salida de tono como la reseñada, pero fue puntual. Creció siendo una niña bondadosa, devota de la Eucaristía y de María, piedad acrecentada después de recibir la primera comunión. A los 14 años sintió que Dios le invitaba a una entrega total.
Aunque la economía familiar no fuera boyante, cultivó aficiones reservadas entonces a personas de alta posición. Equitación, tenis y natación fueron deportes que practicó y en los que destacó pese a que su salud era endeble. Especialmente sufría de pertinaces y molestas jaquecas que soportaba con entereza. Tocaba el piano, el órgano y la guitarra. Era catequista y estaba involucrada en acciones solidarias. Dispuesta a seguir a Cristo, la vocación carmelita se afianzó en su corazón alentada por la lectura de las biografías de Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Isabel de la Trinidad y Teresa de Lisieux. «Estoy leyendo la VIDA de Santa Teresa. ¡Cuánto me enseña! ¡Cuántos horizontes me descubre!». Si iba a compartir con ellos las mieles del Carmelo tenía que comenzar a imitarles en gestos sencillos, cotidianos, en los que está amasada la santidad: «Hoy me he vencido mucho para no rabiar. Dios mío, tú me has ayudado. Gracias te doy. En los arreglos y recreos he sido perfecta por ellos. Pero no tanto en las clases».
Los compromisos sociales, como su ingreso en sociedad en 1918, le incomodaban por lo inoportunos que eran para el camino emprendido: «Muchas veces no puedo ni hacer oración. En esto consiste mi mayor pena, pues paso constantemente con todos, porque no me dejan un momento. Pero mi vida, puedo decir, es una oración continuada, pues todo lo que hago, lo hago por amor a mi Jesús». En mayo de 1919 ingresó en el convento carmelita de los Andes. Allí tomó el nombre de Teresa de Jesús. Su único afán: Cristo. «Amarte y servirte con fidelidad; parecerme y asemejarme en todo a Ti. En eso consistirá toda mi ambición».
Se despidió de los suyos con cierta aflicción, pero le acompañaba la certeza de que este sacrificio gozosamente ofrecido a Cristo repercutiría en bendiciones para ellos. Cada uno de los miembros de la familia tenía sus problemas, unos más serios que otros, incluidas crisis de fe. Y desde el claustro les alentaba en bellísimas y profundas cartas que rezumaban un gozo impropio de este mundo. Por encima de dificultades comunitarias, como la que tuvo con la responsable de su formación, nada pudo ensombrecer su felicidad al saberse esposa de Cristo. Seguro que la experiencia de Teresa de Lisieux, doctora en las lides convivenciales con algunas hermanas de difícil carácter, ayudó a la santa chilena a sobrellevar con dignidad la situación, amando el silencio que María nos enseñó al guardar las cosas en su corazón. Vivía los matices de la caridad paulina, soportando deslices ajenos con paciencia, disculpándolo todo. Además, contaba con el afecto y ternura de la priora.
En el exterior sus allegados podían respirar tranquilos. En su correspondencia iba desgranando cuánta era su alegría: «Amanecí muy cantora. Hice la celda cantando (pero porque era día de recreo). Formábamos dúo con otra hermanita novicia… Después, en el recreo, todas nos embromaban. Así pasamos la vida, hermanita querida, orando, trabajando y riéndonos… Dios es amor y alegría y Él nos la comunica. Cómo quisiera, desde que tuve uso de razón, haberme aplicado a conocer a este Dios tan bueno. Ámale…». «Todo es sencillez y alegría en el Carmen. Cada una se esmera en poner de su parte cuanto pueda para alegrar a sus hermanas. Verdaderamente es un encanto vivir en medio de santas hermanas, pues todas no forman sino un corazón». Iba labrando su santidad. En su diario había escrito: «La historia de mi alma se resume en dos palabras: ‘sufrir y amar’»… «El sufrimiento no me es desconocido. En él encuentro mi alegría, pues en la cruz se encuentra Jesús y Él es amor. Y, ¿qué importa sufrir cuando se ama?».
En 1920 confió a su confesor la íntima persuasión de su inminente deceso. Unos meses atrás en una misiva que envió a su familia había aludido a lo que supone el fin de la vida para una persona de fe: «Para una carmelita la muerte no tiene nada de espantable. Va a vivir la vida verdadera. Va a caer en brazos del que amó aquí en la tierra sobre todas las cosas. Se va a sumergir eternamente en el amor». Pero sin motivos aparentes, puesto que no había ningún indicio de enfermedad, y siendo tan joven –le faltaban tres meses para cumplir 20 años–, se comprende que el sacerdote no diese mayor importancia al comentario que hizo. Con su sencillez y humildad se había revelado como una gran promesa para el Carmelo. No llevaba ni un año en el convento. ¿Quién iba a pensar en tan pronta desaparición? Pero contrajo el tifus el 2 de abril de ese año. Cuatro días más tarde profesó «in articulo mortis» y el 12 falleció. Juan Pablo II la beatificó el 3 de abril de 1987. Él mismo la canonizó el 21 de marzo de 1993.
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