(RV).- Cada 31 de diciembre, con las primeras Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, y, luego, el primer día de cada año, octava de la Navidad, la Iglesia que peregrina en el mundo, unida al Santo Padre, contempla con especial ternura y esperanza a Jesucristo, el recién nacido Príncipe de la Paz
«Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14)
Con la ternura y la esperanza de la Natividad del Niño Jesús, el Salvador, Príncipe de la Paz, el Papa Francisco – en su Mensaje Urbi et Orbi 2016 – hizo resonar el canto de los ángeles a la humanidad, abrazando a los pueblos y en especial a los niños que sufren por conflictos, guerras, violencias, odios, terrorismo, hambre, injusticias.
Pidió que «callen las armas en la martirizada Siria» y una solución del conflicto con el compromiso activo de la comunidad internacional. Así como «paz para la amada Tierra Santa, elegida y predilecta por Dios». Con la valentía de Israelíes y Palestinos para escribir una nueva página de la historia… Puedan recobrar concordia Irak, Libia, Yemen.
Paz en las diferentes regiones de África: Nigeria, Sudán del Sur, República Democrática del Congo.
Paz en Ucrania oriental, en Colombia, Venezuela, Myanmar…
Paz a los prófugos, emigrantes, refugiados, a las víctimas de la trata de personas y a los que sufren las consecuencias de terremotos y otras calamidades naturales.
Reiterando que el poder del Hijo de Dios y de María, no es el poder de este mundo, basado en la fuerza y en la riqueza, sino que es el poder del amor, el Obispo de Roma recordó que en la Navidad «todos estamos llamados a contemplar al Niño Jesús que dona la esperanza a cada hombre sobre la faz de la tierra y alentó a todos a «dar voz y cuerpo a esta esperanza, testimoniando la solidaridad y la paz».
«¡Dejémonos interpelar por el Niño en el pesebre y digámosle: gracias!», exhortó el Papa Francisco en su homilía en la Misa de Nochebuena
E invitó a dejarnos «interpelar también por los niños que, hoy, no están recostados en una cuna ni acariciados por el afecto de una madre ni de un padre, sino que yacen en los escuálidos «pesebres donde se devora su dignidad»: en el refugio subterráneo para escapar de los bombardeos, sobre las aceras de una gran ciudad, en el fondo de una barcaza repleta de emigrantes. Dejémonos interpelar por los niños a los que no se les deja nacer, por los que lloran porque nadie sacia su hambre, por los que no tienen en sus manos juguetes, sino armas».
«¡Dejémonos tocar por la ternura que salva! Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el pesebre, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo», el Obispo de Roma invitó a entrar «en la verdadera Navidad con los pastores».
A que le «llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas, nuestros pecados. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios. Con María y José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle sencillamente gracias: gracias, porque has hecho todo esto por mí».
(CdM – RV)
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