(RV).- (con audio) Como un jesuita más entre los tantos jesuitas que hoy concelebramos, Papa Francisco presidió la misa del 31 de julio, fiesta de San Ignacio de Loyola, en la Iglesia del Gesù en Roma, sin séquito ni pompa. Como un hermano; un compañero más en la comunidad grande de la Compañía de Jesús.
Como un padre nos habló de la doble centralidad en la vida de jesuita y de la Compañía de Jesús: la centralidad del misterio de Jesús y la centralidad de la Iglesia frente a mis propio querer e interés. ¿Jesús es realmente el centro de mi vida? se preguntó, para invitarnos a dejarnos conquistar por Cristo para afrontar el futuro. Poniéndose también él la pregunta recordó lo de san Ignacio en los Ejercicios Espirituales frente a Jesús crucificado: “¿Qué hice por Cristo, qué hago por Cristo, que haré por Cristo?”.
El jesuita Obispo de Roma insistió también en la “vergüenza” que siente el jesuita por no estar a la altura; de la vergüenza que viene del coloquio de misericordia con Jesús; ante la desproporción entre su sabiduría y mi necedad, su bondad y mi malicia. Pero reconociendo que somos vasijas de barro que llevan un tesoro.
Fuera del texto preparado, el Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo dejó dos imágenes fuertes para la Compañía. Dijo que le hacía bien pensar en el atardecer de la vida del jesuita, en san Francisco Javier que muere sin nada mirando hacia China, ardiente en su deseo de evangelizar y en el atardecer ejemplar del padre Pedro Arrupe.
Su presencia natural, sencilla; sus gestos, su voz hablaron también de la centralidad de Cristo y de la Iglesia en la vida misma de Francisco; el jesuita Papa.
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