La visita del Papa a Paraguay, del 10 al 12 de julio, marcó una etapa nueva para el país y para la Iglesia. Ayudó a revivir con Cristo una nación más dialogante, alegre y luchadora. Promovió el espíritu misionero de una Iglesia con esperanza. Se puede trazar un balance en dos momentos: el primero representado por la cercanía del Papa Francisco, sus gestos y sus palabras; el segundo por las consecuencias pastorales.
El Papa nos ha elogiado y ahora este elogio nos pone en una posición muy elevada. En la realidad, sin embargo, no lo somos tanto. Sin caer en el pesimismo, debemos reconocer que como Iglesia tenemos muchos defectos aún. Nuestra Iglesia es una Iglesia que debe curar muchas heridas: hubo escándalos, situaciones dolorosas. Hemos vivido momentos de los cuales sólo ahora estamos saliendo. Pero esta visita ayudó a todos a empezar a curar las heridas. El Papa vio momentos de triunfo, de una comunión muy intensa con el pueblo, sin ninguna diferencia. Por eso ahora tenemos que trabajar más seriamente para llegar a una Iglesia efectivamente más alegre, más unida, más pascual.
Nos hemos acostumbrado a la rutina de aquel que ve solamente el árbol y no ve el bosque. Vino el Papa y nos hizo ver ese bosque. Nos ayudó a mirar los puntos cardinales que sostienen nuestra historia nacional, a la luz de la fe. Nosotros somos un pueblo sumamente religioso. Toda Latinoamérica tiene una religiosidad popular mariana profunda, pero no pasamos de esta religiosidad a la fe y a la fuerza que nos lleva a la caridad, a la ayuda del otro. Todavía no hemos llegado a eso, no nos comprometemos, no pasamos a la acción solidaria. Necesitamos conocer más a Jesucristo, su modo de pensar y actuar, su cercanía a la gente, su actitud de misericordia con los pecadores y abandonados.
Edmundo Valenzuela, Arzobispo de Asunción
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