Mons. Enrique Díaz Díaz: “A la orilla del camino”

Jeremías 31, 7-9: “Vienen a mí llorando, pero yo los consolaré y los guiaré”

Salmo 125: “Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor”

Hebreos 5, 1-6: “Tú eres sacerdote eterno, como Melquisedec”

San Marcos 10, 46-52: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”

Hay personas que no tienen luz en sus ojos pero que proyectan una gran luz a su alrededor. Claudia es una joven que ha luchado a brazo partido contra una sociedad que discrimina, que obstaculiza e impide un verdadero desarrollo. A pesar de su ceguera, superando obstáculos, ha terminado su carrera profesional. Buscando por aquí y por allá, haciéndose acompañar de sus padres, auxiliándose de medios sencillos pero efectivos, logra imponerse en un medio que obstaculiza todo. No se tiene en cuenta a los débiles visuales, ni para caminar, ni para trabajar, ni para estudiar. Los mismos maestros se encuentran sorprendidos y descontrolados ¿cómo exigir y cómo enseñar a quien no puede verlos? Sin embargo, con perseverancia y energía, esta jovencita se ha salido adelante y contagia con su alegría en todos los lugares donde se encuentra. Su música, su voz y su sencillez, han iluminado nuestro camino. 

¿Un ciego puede guiar a otro ciego? Ambos caerán en un pozo, dice el proverbio. La narración de San Marcos parece contradecirlo. Un ciego se convierte en guía para quienes tienen luz. Es más, supera la oposición de quienes, mirando, tienen el alma en tinieblas y le impiden acercarse a Jesús. Sentado a la orilla del camino, sin ilusión, sin riesgo, pero también sin esperanza, gasta las horas y espera sólo las sobras y las indiferencias de los que pasan de largo. A la orilla del camino como muchos descartados que han perdido la ruta y que no alcanzan el ritmo vertiginoso de una sociedad que consume, arrebata y destruye, y que va dejando su estela de pobreza y miseria “a la orilla del camino”. No en el camino porque estorbarían la carrera alocada de un mundo consumista y egoísta que se afana en su propio mantenimiento. Así, “a la orilla del camino” van quedando en el olvido. Pero Bartimeo, al “sentir” pasar a Jesús no quiere quedar en el olvido y está dispuesto a arriesgarse, a caminar desde su oscuridad en busca de la luz. Comienza con un grito desgarrador: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Un grito, una oración y un rayo de esperanza que hacen nacer en su corazón la ilusión que logrará ponerlo de pie.

El primer impedimento del pobre Bartimeo era el “quedarse” sentado, pero logra vencerlo saliendo de la inercia y el conformismo. El segundo parece más grave: la oposición de los demás que le impiden hablar y lo regañan para que guarde silencio. ¿Por qué lo hacen? ¿Porque molestaba al Maestro o porque los molestaba a ellos? ¿A quién beneficia el silencio de aquel ciego? Actualmente hay situaciones difíciles y dolorosas que muchos preferirían que pasaran ignoradas. Que no se hable del hambre, de la pobreza, del dolor, de la migración… porque nos hace parecer un país menos próspero, porque “el mundo tiene derecho a ser feliz”, porque se irían las inversiones, porque hay que ocultar la pobreza, porque… se esgrimen mil razones y sin embargo ninguna es válida. Ahí está el dolor y la injusticia clamando al Señor cada día más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”Hay dolores, cegueras, olvidos, que reclaman la presencia del Señor y piden se tenga compasión. A pesar de estar a la “orilla del camino” los hermanos siguen clamando por un lugar en el banquete de la vida, un lugar con dignidad y justicia.

Para Jesús no hay olvidados, para Él todos están presentes. Él no puede pasar de largo, ni desconocer a los que están a la orilla del camino, por eso ordena que lo llamen. Y, sólo entonces, aparecen las primeras palabras de aliento:“¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. La sola palabra de Jesús suscita la esperanza. Al ciego aún le queda mucho camino por recorrer: tiene que levantarse, (pensando en su oscuridad será como arrojarse en el vacío), y lo hace de un salto y con entusiasmo; pero además debe abandonar su manto, su única protección, y así, descubierto acercarse a Jesús. Gran lección para nosotros. Lanzarnos al vacío tan sólo con el arma de la fe. Despojarnos del manto que nos protege: el poder económico, cultural, ideológico, político; la preocupación, el ansia, nuestras pretensiones y las miras humanas, el ansia de poseer… todo cabe en un manto del que nos debemos despojar. Y así el ciego, despojado, escucha atento las palabras de Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”. La total disposición de Jesús para darle luz y vida le hacen responder: “Maestro, que pueda ver”. Igual petición deberíamos hacer nosotros, que podamos ver más allá de nuestras limitaciones, que miremos más allá de nuestro pesimismo, que miremos con espíritu alegre, lleno de esperanza y lleno de fraternidad. Que Jesús ilumine nuestros ojos y nuestros pasos para iniciar nuevos caminos.

Cristo, que lo hace todo, parece no hacer nada: “Vete; tu fe te ha salvado”. Le afirma que su fe lo ha salvado. Así el que parecía ciego, ha resultado con mayor luz en su interior y ha emprendido el seguimiento de Cristo, pues “comenzó a seguirlo por el camino”. El que estaba sentado, ciego y mendigo, se ha transformado en discípulo gracias a la fe que le ha regalado Cristo respondiendo a su súplica. El que se sentía incapaz de dar un paso, ahora se transforma en caminante de la fe. La fe cristiana y el seguimiento de Jesús van siempre juntos, como en el camino los ojos y los pies van siempre juntos. La fe sin seguimiento quedaría vacía, y el seguimiento sin fe, estaría ciego. Pero este pasaje nos enseña que uno y otra son posibles sólo para quien invoca la misericordia de Dios, tira lejos el manto que lo resguarda y se acoge a la bondad divina: el pobre que ruega obtiene ojos para ver y pies para alcanzar la liberación por parte de Dios.

¿Qué dificultades que nos han dejado sentados a la orilla del camino? ¿Qué esfuerzos hacemos para dar el salto de la fe? ¿Hay mantos que nos impiden seguir a Jesús?

Aumenta, Señor, en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, para que dejando nuestros miedos, mantos y ataduras, sigamos a Jesús por el camino del Reino. Amén.

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