(ZENIT – Roma).- Este clarividente apóstol, que vio la riqueza de los medios de comunicación social para difundir el mensaje de Cristo, nació en la localidad italiana de San Lorenzo di Fossano el 4 de abril de 1884. Viendo retrospectivamente su vida se constata que quien tiene madera de apóstol, como él, escruta lo que le rodea con una mirada penetrante, siempre atenta a los signos que Dios extiende ante sí, los lleva a la oración y procede a actuar sin dilación alguna. Era el cuarto de los seis hijos de Michele y Teresa, un matrimonio de cristianos campesinos. Sus sueños infantiles apuntaban al sacerdocio. Y a esa edad en que los niños sueñan con alcanzar grandes gestas, y a veces señalan su futuro con las más sorprendentes profesiones, Santiago ya había elegido. Cuando su maestra Rosina Cardona le formuló en la escuela la conocida pregunta: «¿qué quieres ser de mayor?», sin vacilar respondió: ¡sacerdote! Un buen párroco, el padre Montersino, que regía la parroquia de Cherasco donde el beato se trasladó con su familia, le ayudó en su empeño.
En 1896 inició estudios en el seminario de Bra, y en 1900, año que marcó su acontecer, prosiguió la formación en el seminario de Alba; se desconoce por qué dejó Bra. Pero justamente cuando el reloj marcaba las primeras horas del año 1901 vivió una experiencia que le marcó para siempre. ¿Dónde encuentran los santos las respuestas que precisan? En la oración, naturalmente. Y esa madrugada mientras en tantos lugares del mundo se celebraba con grandes fastos la entrada del Año Nuevo, el joven seminarista se hallaba orando en la catedral, postrado ante el Santísimo. En su mente rebullían las inquietudes de quien busca la gloria de Dios. En concreto tenía presente la encíclica de León XIII Tametsi Futura Prospicientibus y, en un momento dado, el fulgor que emanaba la Sagrada Forma le instó a actuar. Debía formarse con toda urgencia para servir a la Iglesia y a la humanidad en una vía, aún desconocida para él, pero que iba a tener una extraordinaria repercusión a lo largo del siglo que acababa de nacer: los mass media, que serían en sus manos un instrumento de innegable fecundidad apostólica. En un primer peldaño para la gran misión que iba a desempeñar, la Providencia había puesto en su camino al canónigo padre Francisco Chiesa, una persona que influyó enormemente en su vida durante cerca de medio siglo, que le guió y acompañó.
En 1907 fue ordenado y comenzó su ministerio pastoral en Narzole (Cúneo), si bien ejerció también su labor en otras parroquias del entorno. Predicaba, impartía conferencias y catequesis, entre otras acciones. Como la fruta madura cae del árbol, a Santiago ya le llegaba la hora de poner en marcha la misión que Dios había determinado para él. Por esta época conoció a uno de sus estrechos colaboradores, José T. Giaccardo; se percató del importante papel que la mujer tiene en la evangelización, y no tuvo duda de que la vía que debía seguir para ejercer la labor apostólica se hallaba en los recursos que proporciona la comunicación.
Ejerció la docencia en el seminario de Alba; dirigió espiritualmente a sacerdotes y a jóvenes. Y en 1913 se le encomendó la dirección del semanario Gazzetta d’Alba. Entre tanto vio que la ingente labor apostólica que tenía en ciernes sería más efectiva en manos de personas consagradas. En 1914 fundó la Sociedad de San Pablo de la que fue superior general hasta 1969. En 1915, junto a Teresa Merlo, creó la Congregación de las Hijas de San Pablo. Y en 1921 al erigir la Pía Sociedad de San Pablo, comenzaron a emitir votos privados algunos de sus componentes. Ese mismo año cursó la solicitud para su aprobación como congregación diocesana. En 1923 enfermó gravemente y los médicos no aventuraron nada bueno. Pero se equivocaron, ya que se curó; él atribuyó a san Pablo su sorprendente recuperación.
La obra que puso en marcha, nutrida con trece revistas, a través de las cuales difundía el evangelio a todas las gentes, se extendía por distintos lugares. Aquello era ya imparable. De la fecundidad de este beato dan prueba las instituciones que componen la «Familia Paulina», un emporio apostólico creado entre 1914 y 1960. Santiago era un hombre de oración, con carisma entre los jóvenes, de una fe arrolladora. Ayunaba frecuentemente y durante varios días sin que hiciese mella en él este esfuerzo. Decía que había que «trabajar con las rodillas». Su mente abierta al infinito se resumía en el «pensar en grande» que aconsejaba a los suyos. De modo clarividente, decía: «Pensar y hacer; no solo soñar». En 1960 manifestó: «Debe ser uno el espíritu, aquel contenido en el corazón de San Pablo, ‘Cor Pauli, cor Christi’; tienen las mismas devociones; y los varios objetivos convergen en un fin común y general: dar a Jesucristo al mundo en modo completo, como Él se ha definido: ‘Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida’».
Se ha glosado su proverbial fidelidad al papa. Así lo atestiguó hasta el fin, dejando en su testamento este elocuente sentimiento: «Siento, ante Dios y ante los hombres, la gravedad de la misión que el Señor me ha encomendado… Estamos fundados sobre la Iglesia y el Vicario de Jesucristo, y esta convicción inspira confianza, alegría, coraje». Junto a las preocupaciones propias de su misión fundadora, vivió con dolor la separación de algunos de sus colaboradores, que le precedieron en la muerte. Padecía una escoliosis que le ocasionó muchos sufrimientos y fue debilitándole hasta que falleció el 26 de noviembre de 1971 a los 87 años. Antes le había visitado Pablo VI que en 1969 había ensalzado sus virtudes y su magna obra, destacando la humildad, el silencio y laboriosidad de Santiago, su espíritu orante y capacidad para «escudriñar… las formas más geniales de llegar a las almas». Juan Pablo II lo beatificó el 27 de abril de 2003.
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