Con la beatificación del arzobispo Oscar Arnulfo Romero —celebrada en nombre del Papa por el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las causas de los santos, el sábado 23 de mayo, en San Salvador— sube a los altares un mártir de la Iglesia del Vaticano II, un pastor que marcó su acción en la línea del Concilio y en la sucesiva reflexión del episcopado latinoamericano en las grandes asambleas continentales. Su ejemplo suscitó una admiración extraordinaria en la Iglesia católica y el eco de su muerte y testimonio impactó a muchos cristianos de otras confesiones. Y la sociedad civil misma quedó admirada. Las Naciones Unidas, por ejemplo, han proclamado el 24 de marzo, fecha de su martirio, día internacional del derecho a la verdad en relación con violaciones graves de los derechos humanos y de la dignidad de las víctimas.
Cierto, el mundo ha cambiado mucho desde 1980, cuando Romero fue asesinado para que su voz callase. Hoy monseñor —así lo llamaba la gente– resuena aún más que entonces. Y su beatificación bajo el pontificado del primer Papa latinoamericano confiere una fuerza especial al testimonio de Romero. La afirmación del Papa Francisco: «Cuánto quisiera una Iglesia pobre, para los pobres», vincula a Romero de forma robusta con el hoy de la Iglesia y su misión. Una relación no demasiado favorable a la acción pastoral del prelado decía: «Romero eligió al pueblo y el pueblo eligió a Romero». Y esto que para algunos era una nota negativa, en realidad era el elogio más bello. Él «percibía el olor de la ovejas» y ellas escuchaban su voz y la seguían. Es conmovedor ver aún hoy a los campesinos salvadoreños hablar con él al arrodiallarse ante su tumba.
Vincenzo Paglia, Postulador

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