(RV).- «Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!». Resuenan fuertes las palabras del Sucesor de Pedro pronunciadas desde el balcón central de la Basílica Vaticana, dirigidas a la Ciudad de Roma y al Mundo, en este 2016, Año de la Misericordia.
Después de presidir la Santa Misa de Pascua, en una plaza de San Pedro repleta de peregrinos y fieles provenientes de diversas partes del mundo, decorada con flores para la ocasión, y de prodigar saludos y bendiciones a los fieles presentes en un breve recorrido con el Papamóvil, el Pontífice subió al balcón central de la Basílica de san Pedro para impartir su mensaje Urbi et Orbi en el año Jubilar de la Misericordia.
Afirmando que “la resurrección de nuestro Señor Jesucristo cumple la profecía del Salmo «La misericordia de Dios es eterna», el padre y Pastor de la Iglesia Universal reiteró que “el amor de Jesús amor es para siempre, nunca muere”, y, constatando las realidades de un mundo “lleno de personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu”, con “crónicas diarias repletas de informes sobre delitos brutales”, y de “conflictos armados a gran escala”, proclamó, una vez más, la esperanza que nos llega de Jesús Resucitado.
El primer pensamiento del Papa fue a la querida Siria, “país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la convivencia civil”. El pontífice encomendó al poder del Señor las conversaciones en curso para que se puedan recoger los frutos de paz y emprender la construcción de una sociedad fraterna.
Un intercambio fecundo entre pueblos y culturas deseó para las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia, como también la convivencia pacífica entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, a través de “un compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de esa paz”. También rezó por una solución definitiva de la guerra en Ucrania, y para que “el Señor de la vida” avive nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo”, esa “forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo”.
Con un pensamiento particular puesto en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, el Obispo de Roma elevó una plegaria para que el Señor “lleve a buen término las perspectivas de paz en África”, y deseó, asimismo, que el mensaje pascual “se proyecte también sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos”.
Con los hermanos y hermanas emigrantes y refugiados que huyen de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social en su corazón, el Obispo de Roma deseó que “la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro a la persona humana”.
También la tierra, nuestra casa común, “maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias”, en el mensaje del Papa de este 2016, con una particular mención a “las zonas afectadas por los cambios climáticos que en ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las consiguientes crisis alimentarias”.
Por último, a todos los que han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, el Vicario de Cristo proclamó la esperanza del mensaje que nos da Jesús Resucitado: «Mira, hago nuevas todas las cosas… al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» (Ap 21,5-6).
“Que este mensaje consolador de Jesús nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor la construcción de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos”.
(GM – RV)
Texto y audio completo del Mensaje Urbi et Orbi del Papa Francisco en la Pascua 2016:
«Dad gracias al Señor porque es bueno
Porque es eterna su misericordia» (Sal 135,1)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!
Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!
Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo.
Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al vacío que se crea en el corazón y que provoca odio y muerte, solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación. Sólo Dios puede llenar con su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida.
El anuncio gozoso de la Pascua: Jesús, el crucificado, «no está aquí, ¡ha resucitado!» (Mt 28,6), nos ofrece la certeza consoladora de que se ha salvado el abismo de la muerte y, con ello, ha quedado derrotado el luto, el llanto y la angustia (cf. Ap 21,4). El Señor, que sufrió el abandono de sus discípulos, el peso de una condena injusta y la vergüenza de una muerte infame, nos hace ahora partícipes de su vida inmortal, y nos concede su mirada de ternura y compasión hacia los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia. El mundo está lleno de personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de informes sobre delitos brutales, que a menudo se cometen en el ámbito doméstico, y de conflictos armados a gran escala que someten a poblaciones enteras a pruebas indecibles.
Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida Siria, un país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la convivencia civil. Encomendamos al poder del Señor resucitado las conversaciones en curso, para que, con la buena voluntad y la cooperación de todos, se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción una sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos. Que el mensaje de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro corazón y promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Que la imagen del hombre nuevo, que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, así como la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la vida acompañe los esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania, inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas.
Que el Señor Jesús, nuestra paz (cf. Ef 2,14), que con su resurrección ha vencido el mal y el pecado, avive en esta fiesta de Pascua nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo, como ha ocurrido en los recientes atentados en Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún y Costa de Marfil; que lleve a buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; pienso, en particular, en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, lacerados por tensiones políticas y sociales.
Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos.
El Cristo resucitado, anuncio de vida para toda la humanidad que reverbera a través de los siglos, nos invita a no olvidar a los hombres y las mujeres en camino para buscar un futuro mejor. Son una muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados —incluyendo muchos niños— que huyen de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Estos hermanos y hermanas nuestros, encuentran demasiado a menudo en su recorrido la muerte o, en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos hospitalidad y ayuda. Que la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro a la persona humana, con su dignidad, y desarrollar políticas capaces de asistir y proteger a las víctimas de conflictos y otras situaciones de emergencia, especialmente a los más vulnerables y los que son perseguidos por motivos étnicos y religiosos.
Que, en este día glorioso, «goce también la tierra, inundada de tanta claridad» (Pregón pascual), aunque sea tan maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias, que altera el equilibrio de la naturaleza. Pienso en particular a las zonas afectadas por los efectos del cambio climático, que en ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las consiguientes crisis alimentarias en diferentes partes del planeta.
Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su fidelidad al nombre de Cristo, y ante el mal que parece prevalecer en la vida de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras del Señor: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo!» (Jn 16,33). Hoy es el día brillante de esta victoria, porque Cristo ha derrotado a la muerte y su resurrección ha hecho resplandecer la vida y la inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10). «Nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la redención. Por eso decimos ante él: ¡Aleluya!» (Melitón de Sardes, Homilía Pascual).
A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a todos dirijo una vez más las palabras del Señor resucitado: «Mira, hago nuevas todas las cosas… al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» (Ap 21,5-6). Que este mensaje consolador de Jesús nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor la construcción de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos. ¡Tenemos tanta necesidad!
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