«Presbítero y fundador de la Pontificia Unión Misional. Ardiente promotor de las misiones, defensor de la inculturación. Considerado por Juan XXIII el Cristóbal Colón de la cooperación misionera»
En esta festividad de la Virgen de los Dolores se celebra, entre otros santos y beatos, la vida de Pablo Manna, aclamado por distintos pontífices. Juan XXIII lo denominó «el Cristóbal Colón de la cooperación misionera». Pablo VI en su carta Graves et increscentes de 1966 consideró que debía ser inscrito «con letras de oro en los anales de las misiones» recordando que fue «uno de los más eficaces promotores de la universalidad misionera en el siglo XX». Y Juan Pablo II, que lo beatificó en 2001, ya en 1990 había reparado en su grandeza, diciendo que «puso en evidencia, de una manera única, la esencial dimensión misionera de la Iglesia universal». Y es que su lema fue: «Todas las Iglesias para la conversión de todo el mundo».
Nació en Avellino, Italia, el 16 de enero de 1872 en el seno de una familia acomodada. Era el quinto de los hijos del matrimonio Ruggeri. A los dos años de nacer, murió la madre y quedó al cargo de unos tíos residentes en Nápoles. En 1882 regresó a Avellino donde su padre convivía con su segunda esposa. Durante unos años en el estío solía residir en la casa de unos tíos sacerdotes que influyeron en su vida. Y muy claro tuvo su porvenir, porque en 1887 ingresó en la congregación de los Salvatorianos. En Roma estudió filosofía y teología, pero intuía que debía elegir otro camino. Tras la lectura de unas revistas publicadas por el Instituto de Misiones Extranjeras de Milán (actual PIME), que daban cuenta de sus actividades, sopesó su vocación. Y sin tardanza alguna, en 1891 dejó a los Salvatorianos y se inscribió en él. Tenía 19 años y la idea clara de ser misionero.
Se ordenó sacerdote en mayo de 1894 en el Duomo de Milán, y al año siguiente fue trasladado a Birmania. Partidario acérrimo de la inculturación hizo notar: «Me dirigiré a mis ovejas en su propia lengua, respetaré sus tradiciones, integraré sus locuciones y sus maneras de pensar en mi trabajo de evangelización». Así lo hizo durante ocho años compartidos con los indígenas de Ghekku al frente de la misión de Mombló fundada por él, hasta que su débil salud atacada por la tuberculosis le obligó a regresar. Ello no le impidió publicar un artículo de temática antropológica basado en su convivencia con la tribu birmana. Ese mismo año de 1902 volvió a la misión, pero de nuevo tuvo que partir a Italia por motivos de enfermedad. Aún hubo un tercer y definitivo intento con ida y vuelta. Su organismo se reveló ante las severas condiciones de vida que repercutían en su frágil constitución, y en 1907 retornó a Italia definitivamente.
¿Qué podía hacer? Al llegar a la misión por vez primera, al ver las carencias que le rodeaban había reiterado su ofrenda, sin ocultar su gozo: «estoy contento, es mi cruz y sin la cruz no se va al paraíso». Pero no pudo cumplir su sueño. En 1908 rogó a la Virgen de Lourdes que hiciera de él un hombre santo; es todo lo que anhelaba. Aún así, envuelto en cierta penumbra, confesaba: «Veo muy oscuro el futuro. Veo destruidas tantas esperanzas y planes de obras buenas, me veo a los 35 años envuelto en dificultades diversas…». Era el peso de la incertidumbre que frecuentemente asola el alma humana, aunque luego la voluntad divina ilumine lo más recóndito del apóstol. Abierto a ella, a los pocos meses el beato comenzó a vislumbrar otro horizonte.
Era un buen escritor y en 1909, poco antes de publicar su primer libro, le confiaron la redacción de la revista Le Missioni Cattoliche. Su pluma, de la que se dijo era su apóstol, se convirtió en un fecundo instrumento de grandes dimensiones apostólicas, ya que desde ella impulsaba las vocaciones misioneras. Una de sus primeras acciones en 1914 fue crear el periódico Propaganda Missionaria, editando cientos de miles de ejemplares. En 1916 consolidó esta acción con la fundación de la Unión Misionera del Clero, ayudado por el beato y fundador de los javerianos, Guido María Conforti, que fue reconocida como Obra Pontificia, y hoy es la Pontificia Unión Misional (PUM). La creó tras constatar la escasísima atención que ciertos obispos y presbíteros prestaban a la evangelización misionera: «Muchos sacerdotes se ocupan demasiado de sus propios problemas pastorales y no lo suficiente de las misiones». Tenía claro que «la clave del problema misionero está en las manos del sacerdote». Es más, con toda contundencia, sabiendo bien lo que decía, este hombre de Dios a quien guiaba un visible celo apostólico y que se alimentaba con la oración, manifestó: «¡No nos sirven sacerdotes mediocres!».
En 1919 puso en marcha la revista Italia Missionaria con el fin de suscitar vocaciones entre los jóvenes, la Rivista di studi missionari y un catecismo misionero. Su sed por las misiones era inagotable. En 1924 fue designado superior general del PIME que se fusionó con el Instituto Misionero de Roma y de Milán. Desempeñó ese oficio durante diez años. En esa época abrió y dirigió el Seminario Meridional para las Misiones Extranjeras en Ducenta, y dio los pasos para la fundación de la rama femenina de su Instituto: las Misioneras de la Inmaculada, que impulsó definitivamente al cesar en su alto cargo de gobierno, a petición propia. En 1927 emprendió un viaje apostólico para visitar diversas misiones de Asía, América y otros lugares. En el transcurso del mismo surgió su obra «Observaciones sobre el método moderno de evangelización en Asia». Mientras, seguía escribiendo incansablemente, fundando nuevas revistas y alentando a todos a amar las misiones. En 1943 fue designado superior regional del PIME. Terminó sus fecundos días dirigiendo y fomentando la Unión Misionera, que fue extendiéndose paulatinamente. Con sus escritos y cartas dirigidas a distintos cardenales y prelados logró que en la Iglesia se estimulasen las obras misioneras. Murió en Nápoles el 15 de septiembre de 1952. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de noviembre de 2001.
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