REFLEXIONES EN FRONTERA, jesuita Guillermo Ortiz
Las críticas por lo efímero del encuentro, los gastos y los riesgos, se desvanecen frente a la prueba de una JMJ completamente anclada en la realidad del mundo gravemente herido, en guerra, manejado por el miedo, sumido en la crueldad de millones de jóvenes sin trabajo. Jóvenes con experiencias de vida tan duras que les resulta difícil creer y comprometerse en un proyecto grande de vida capaz de soñar lo mejor para la familia.
Precisamente por esta amenaza, este terror, esta pesadilla general y coridiana, es más que necesario un encuentro mundial que no solamente nutre la identidad y pertenencia a la Iglesia de miles de jóvenes, sino que, sobretodo, la JMJ hace visible al mundo la posibilidad de vivir y trabajar juntos a pesar de las diferencias, unidos por la fe en Jesucristo. Aseguró Francisco en la preparación del encuentro: “deseo mucho encontrarme con ustedes, para ofrecer al mundo un nuevo signo de armonía, un mosaico de rostros diferentes, de tantas razas, lenguas, pueblos y culturas, pero todos unidos en el nombre de Jesús, que es el Rostro de la Misericordia”.
La JMJ no es un costoso y arriesgado encuentro fugaz, es un signo nuevo y claro de la posibilidad de armonía en la diversidad de rostros, razas, lenguas, pueblos y culturas, que nos cura del miedo y nos llena de esperanza en el futuro.
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