¡Distingue y triunfarás!

Si nos tomáramos en serio la tan repetida afirmación de que cada persona es única e irrepetible, habríamos de concluir, en primer término, que todos somos diferentes a… todos los demás.

Y diferentes en todo, también en nuestros defectos, en nuestras limitaciones… ¡y en nuestras diferencias!

Pero una cosa es saberlo y otra vivirlo.

Y otra, mucho más difícil, vivirlo con nuestros familiares (hijos, hermanos, padres) y amigos. Y mucho más difícil aún vivirlo con nuestro novio o cónyuge… que es con quien más lo tenemos que vivir.

Y es que los defectos nos molestan, las limitaciones nos molestan… y también nos molestan las diferencias.

Y, como nos molestan, tendemos a meterlos en el mismo saco: el de los defectos, que es necesario corregir… ¡obviamente, por su bien!

Si distinguiéramos…

Si aprendemos a distinguir entre estas tres realidades nos ahorraremos muchos disgustos y bastantes problemas.

a) Las diferencias, sin más, no son defectos, por más que nos cueste convivir con ellas.

Cada quien es como es, único e irrepetible. E incomparable e insustituible, no lo olvidemos.

Y solo siéndolo a fondo podrá llegar a ser quien está llamado a ser: su mejor versión, como suele decirse.

Pero, en cualquier caso, la suya… ¡solo la suya!: diferente a cualquier otra mejor versión, incluyendo la que nosotros desearíamos, la que nos gustaría, la que nos evitaría problemas o incomodidades…

b) Que todos somos limitados, así, en abstracto, la admitimos sin dificultad. Y también que hay que contar con las limitaciones.

Mucho más nos cuestan las de quienes conviven con nosotros. Y muchísimo más si nosotros no las tenemos… y no quiero contarte si se trata de algo que se nos da bien o incluso muy bien.

Simplemente, «no podemos comprender como algo tan sencillo…»

Sencillo para nosotros. Los demás son… diferentes.

¡Y nadie está obligado a ser perfecto!

c) Los defectos van por otro lado.

Ante todo, dejemos claro lo que es realmente un defecto.

No es —ya lo hemos visto— «lo que nos molesta», aunque normalmente nos moleste… como también las limitaciones y las diferencias.

Ni es una simple limitación ni, menos, una diferencia.

En sentido propio, un defecto es algo que hace daño a quien lo tiene porque perjudica también a quienes lo rodean, y viceversa. Lo que le impide desarrollarse como persona, porque lo hace también más difícil para quienes conviven con él.

Eso y solo eso.

Nada tiene que ver con que nos moleste… aunque nos moleste.

Si fuéramos coherentes…

Aunque cueste, ¡y vaya si cuesta!, las conclusiones son claras.

a) Las diferencias hay que amarlas y promoverlas, por más que nos puedan fastidiar.

b) Las limitaciones hay que tenerlas en cuenta, para no pedir a alguien lo que no puede dar y, sobre todo, para ignorarlas y centrar nuestra atención en sus cualidades y fortalezas, que es lo que debemos promover.

c) A la persona hay que quererla con sus defectos y disponernos amablemente, y con suma paciencia, a ayudarle a superarlos… ¡sobre todo a través de nuestro amor! Y saber y considerar, aunque sea obvio, que a cada quien nos cuesta superar los propios defectos… no los de los demás.

Si fuéramos más coherentes…

O, expresado adrede con tono más provocativo y más cercano:

a) Las diferencias de mi cónyuge o de cada uno de mis hijos no solo debo respetarlas, sino, en el sentido más fuerte de la expresión —si efectivamente los quiero, si quiero su bien— venerarlas y promoverlas con todas las fuerzas y los medios a mi alcance… me molesten o me agraden. De lo contrario, les estoy negando la capacidad de crecer como personas, como esa persona única que cada uno es: y, como consecuencia, la de ser felices.

b) Las limitaciones son algo con lo que tengo que contar y que debo aprender a respetar. Es absurdo, y fuente de frustraciones sin cuento, que le pida a alguien lo que no puede darme, por más que a mí me resulte facilísimo y no consiga entender cómo él o ella son incapaces de realizarlo.

c) ¿Y los defectos? A sabiendas de que voy a provocar escándalo, me lanzo a sentenciar: los defectos han de llegar a producirme ternura.

No solo los de los hijos, sino también los del cónyuge.

También los del cónyuge.

¡También los del cónyuge!

Con una única condición… que veremos otro día.

 

Tomás Melendo
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es

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