(ZENIT – Madrid).- Hoy festividad de santa Ángela de Merici celebramos también la vida de este santo. Era natural de Vinebre, Tarragona, España, donde nació el 16 de octubre de 1840. Su madre, que fue la que deseó verlo sacerdote, no pudo cumplir su sueño; murió, víctima del cólera, cuando Enrique era adolescente. El padre consideraba que, dada su inteligencia y otras cualidades, debía dedicarse al comercio, como Jaime, el primogénito, pero no se opuso a que ingresara en el seminario de Tortosa. Creció prendado de las vidas de santos que su progenitor le narraba cuando ambos paseaban por la rivera del río.
Había confiado a su madre que quería ser maestro, pero el sacerdocio de algún modo ya entraba en sus planes; estaba muy vinculado a la parroquia desde la infancia. Siendo adolescente, y mientras un tío suyo le enseñaba el arte del comercio en una localidad zaragozana, estuvo a punto de morir. Tanto es así que su primera comunión por fuerza tuvo que vincularse a la unción de enfermos, sacramentos que recibió a la par. Entonces curó tan repentinamente que atribuyeron el hecho a la Virgen del Pilar. Luego María, bajo la advocación de Montserrat, le concedió muchos favores.
Al perder a su madre, lleno de desconsuelo revivió su más ferviente anhelo, y se encaminó hacia el sacerdocio. Su hermano Jaime, emulando ese deseo maternal, también le animó en el empeño y se ofreció para ayudarle. Pero Enrique ya tenía sobradamente tomada la decisión. De hecho, no había dudado en dejar el trabajo que tenía en Reus, sin conocimiento de su familia, buscando el bien de su espíritu en Montserrat, y huyendo de un ambiente que no se correspondía con sus ideales. En la carta que envió a su padre no dejaba duda respecto a la autenticidad de su resolución: «Mi ausencia le causará tristeza, padre; pero es la gloria de Dios lo que me motiva. Su dolor se transformará en gozo si recuerda que pronto nos encontraremos en el cielo… Dé mi ropa y otras pertenencias a los pobres… la vida es corta y las riquezas no sirven de nada si no las usamos bien». Ese espíritu de pobreza, unido a la confianza ilimitada en la divina Providencia, le acompañó siempre. Fue ordenado en 1867, y a continuación comenzó a impartir clases de matemáticas y de física en el seminario de Tortosa, sin descuidar la catequesis, que fue una de las líneas predilectas de su acción pastoral. De hecho, organizó una escuela de catecismo en varias parroquias de Tortosa, y redactó la «Guía práctica» para los catequistas.
Los conflictos políticos, con ínfulas liberales y anticatólicas, le obligaron a recluirse con los seminaristas en el palacio episcopal así como en diversos domicilios. De ese modo pudo seguir formándoles. En 1870 creó la «Asociación de congregantes de la Purísima Concepción» pensando en los jóvenes. Desde 1871 llevó a cabo una importante labor de difusión de la doctrina de pontífices como Pío IX y León XIII. Era un gran devoto de santa Teresa de Jesús. De ella había extraído esta consigna: «Que perezca el mundo antes que ofender a Dios, porque debo más a Dios que a nadie», de la que se apropió cuando se preparaba para el sacerdocio. Mantenía vivas las hondas convicciones de la santa: «Sólo Dios basta». «Quien a Dios tiene, nada le falta». Oración e imitación de Jesús eran las claves de su acontecer, líneas maestras del plan que se trazó entonces y que no dejó de cumplir después.
En 1872 puso en marcha la publicación de una revista teresiana, que tuvo difusión internacional. Aunque la revolución seguía en su apogeo, impulsó entre las jóvenes una «Congregación mariana» para campesinos, seguida de la Asociación de «Hijas de María Inmaculada y Santa Teresa de Jesús». Ésta y el «Rebañito del Niño Jesús», que fundó en 1876, nacieron con la finalidad de contrarrestar la indiferencia religiosa que había calado entre las gentes: «Ser cristianos, auténticos cristianos en el propio ambiente».
En 1874 había publicado su obra «El cuarto de hora de oración», un libro aclamado, reeditado en numerosas ocasiones y traducido a diversos idiomas. Pero fue en 1876 cuando fundó en Tarragona, junto a Teresa Blanch, la Compañía de Santa Teresa de Jesús. Su objetivo: «Extender el reinado del conocimiento y amor a Jesucristo por todo el mundo por medio de los apostolados de la oración, enseñanza y sacrificio». La iniciaron ocho mujeres dedicadas a la docencia, y no tardaron en ver reconocida su labor por las autoridades académicas. Enrique decía: «Educar a un niño es educar a un hombre, y educar a una mujer, es educar una familia». Unos años más tarde fundó la «Hermandad Josefina», integrada por hombres. Junto a esta intensa labor apostólica dejó escritas, entre otras, las «Siete Moradas en el Corazón de Jesús», redactadas en Roma durante los meses de abril a agosto de 1894.
Fue un gran sacerdote, cercano, abnegado y lleno de fe, un hombre de oración, fidelísimo a la cátedra de Pedro, devoto de Jesús y de María, un valiente y fervoroso apóstol que no cesó de predicar el Evangelio por todos los medios posibles. La última etapa de su vida fue dolorosa. Le persiguieron las contrariedades y la incomprensión por parte de superiores y personas cercanas. Jamás se le vio quejarse. A estas pruebas se unieron sus enfermedades. Había dicho: «Pensar, sentir, amar como Cristo Jesús». «Sí, Jesús mío, todo por ti y todo por tu gloria, en vida, en muerte y por toda la eternidad».
Buscando la soledad para dedicarse por completo a la oración, estuvo un tiempo con los carmelitas de Castellón y, finalmente, en el convento de los franciscanos de Gilet (Valencia). Su entrega había sido ilimitada, como la de todos los auténticos seguidores de Cristo. Y hallándose en este convento, el 27 de enero de 1896 su fatigado organismo se desplomó; el corazón no le respondía. Apenas si tuvo tiempo de pedir auxilio a los religiosos. En pocas horas murió. Fue beatificado el 14 de octubre de 1979 por Juan Pablo II, y canonizado por este mismo pontífice el 16 de junio de 1993.
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