Testimonio: ¡La víctima no es culpable de su silencio!

(ZENIT – 23 febrero 2019).- Al comienzo de las sesiones del tercer día del Encuentro sobre “La protección de los Menores en la Iglesia” el padre Hans Zollner leyó estas palabras.

Cada día, el Encuentro sobre “La Protección de los Menores en la Iglesia” comienza con la oración, que preside el Papa Francisco en la cual participan los 190 miembros de esta cumbre, que se celebra en el Vaticano del 21 al 24 de febrero del 2019.

Al comienzo de cada jornada, el padre Zollner, uno de los 6 miembros del comité organizador del Encuentro, lee un testimonio de una de las víctimas de abuso sexual en la Iglesia.

“Dios, ¿dónde estabas?” … ¡Cuánto he llorado haciéndome esta pregunta! No tenía más confianza ni en el Hombre ni en Dios, en el Padre-bueno que protege a los pequeños y a los débiles. Yo, niña, ¡estaba segura que nada malo podría venir de un hombre que “perfumaba” a Dios! ¿Cómo podían las mismas manos, que a tanto habían llegado sobre mí, bendecir y ofrecer la Eucaristía? Él adulto y yo niña… se había aprovechado de su poder además que de su rol: ¡un verdadero abuso de fe!

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Buenas tardes, quería contarles de cuando era una niña. Pero es inútil hacerlo porque cuando tenía 11 años un sacerdote de mi parroquia destruyó mi vida. Desde ese momento yo, que adoraba los colores y hacia piruetas en los campos, sin preocupaciones, no he existido más.

En cambio quedan marcadas en mis ojos, en los oídos, en la nariz, en el cuerpo, en el alma todas las veces en las que él me bloqueaba a mí, niña, con una fuerza sobrenatural: yo me paralizaba, me quedaba sin respirar, salía de mi cuerpo, buscaba desesperadamente con los ojos una ventana para mirar hacia afuera, esperando que todo terminara. Pensaba: “si no me muevo, de repente no sentiré nada; si no respiro, de repente podría morir.”

Cuando terminaba, yo me volvía a apropiar de aquello que era mi cuerpo, herido y humillado y hasta me iba creyendo haberme imaginado todo. Pero ¿cómo podía yo, niña, entender aquello que había ocurrido? Pensaba: “¡seguramente habrá sido culpa mía!” o “¿me habré merecido este mal?”

Estos pensamientos son las más grandes laceraciones que el abuso y el abusador te insinúan en el corazón, más que las mismas heridas que te marcan el cuerpo. Sentía que ya no valía nada, ni siquiera que existía. Solo quería morir: lo he intentado… no lo he logrado.

Los abusos continuaron por 5 años. Nadie se dio cuenta. Yo no hablaba, pero mi cuerpo comenzó a hacerlo: problemas alimenticios, varias hospitalizaciones: todo gritaba mi malestar, pero yo, completamente sola, callaba mi dolor. Todo esto era atribuido al ansia por la escuela en donde de improviso, me iba muy mal.

Luego, vino el primer enamoramiento… mi corazón que late y se emociona en lucha con el mismo corazón que se detiene por el terror vivido; gestos de ternura contra actos de fuerza: un paragón insostenible. La consciencia: ¡una realidad insoportable! Para no hacerme sentir el dolor, el asco, la confusión, el miedo, la vergüenza, la impotencia, el no ser adecuada, mi mente ha removido los hechos ocurridos, ha anestesiado mi cuerpo colocando distancias emotivas con respecto a todo aquello que vivía causando en mí enormes daños.

A los 26 años tuve mi primer alumbramiento: flash back e imágenes me han vuelto a traer todo a la mente. El parto bloqueado; mi hijo en peligro; el lactar convertido en algo imposible por los recuerdos terribles que afloraban. Creía enloquecer. Entonces me confié con mi marido, confianza después usada en mi contra durante la separación, cuando, a causa del abuso sufrido, él pedía que me fuese quitada la patria potestad por ser una madre indigna. Luego la escucha paciente de una querida persona y el coraje de escribir una carta a aquel sacerdote finalizada con la promesa de no dejarle nunca más, el poder de mi silencio.

Desde entonces, hasta hoy, continúo un durísimo recorrido de reelaboración que no tiene atajos, que requiere una enorme constancia para reconstruir en mí identidad, dignidad y fe. Un camino que se hace mayormente en soledad y si es posible, con la ayuda de algún especialista. El abuso crea un daño inmediato, pero no solamente eso: es más difícil hacer las cuentas cada día, con aquello vivido que te invade y se presenta en los momentos más improbables. Deberás convivir con eso… ¡siempre! Solo puedes aprender, si lo logras, a hacerte herir menos.

Dentro de ti conviven una infinidad de preguntas a las que no encontrarás respuesta, ¡porque el abuso no tiene un sentido! “¿Por qué a mí?”, me preguntaba, y no seguramente porque habría preferido que le pase a otro, porque lo que yo he sufrido ¡es mucho para cualquier otro!

O sino: “Dios, ¿dónde estabas?” … ¡Cuánto he llorado haciéndome esta pregunta! No tenía más confianza ni en el Hombre ni en Dios, en el Padre-bueno que protege a los pequeños y a los débiles. Yo, niña, ¡estaba segura que nada malo podría venir de un hombre que “perfumaba” a Dios! ¿Cómo podían las mismas manos, que a tanto habían llegado sobre mí, bendecir y ofrecer la Eucaristía? Él adulto y yo niña… se había aprovechado de su poder además que de su rol: ¡un verdadero abuso de fe!

Y no por ultimo: “¿Cómo hacer para superar la rabia y no alejarse de la Iglesia después de tal experiencia sobre todo frente a la gravísima incoherencia de todo lo predicado y cuanto actuado por mi abusador, pero también de aquel que, de frente a estos crímenes, ha minimizado, escondido, silenciado, o peor aún no ha defendido a los pequeños, limitándose mezquinamente a mover a los sacerdotes para que hagan daño en otras partes?” Frente a esto, nosotros víctimas inocentes, sentimos más grande el dolor que nos ha matado: ¡también esto es un abuso a nuestra dignidad humana, a nuestra consciencia, así como a nuestra fe!

Nosotros víctimas, si logramos tener la fuerza de hablar o de denunciar, tenemos que encontrar el valor de hacerlo sabiendo que arriesgamos el no ser creídos o de tener que ver que el abusador se libra al final con una pequeña pena canónica. ¡Esto no puede y no debe más ser así!

He necesitado 40 años para encontrar la fuerza de la denuncia. Quería romper el silencio del que se nutre toda forma de abuso; quería volver a partir de un acto de verdad, descubriendo después que este acto ofrecía también una oportunidad a quien había abusado de mí.

He vivido el proceder de la denuncia con un costo emotivo muy alto: hablar con seis personas de gran sensibilidad, pero solo hombres y por lo demás, sacerdotes, ha sido difícil. Creo que una presencia femenina sería una atención necesaria e indispensable para acoger, escuchar y acompañar a nosotros víctimas. El que se me crea y la sentencia, en todo caso, me ha dado un dato real: aquella parte de mí que siempre ha esperado que el abuso no hubiese jamás ocurrido, se ha tenido que rendir, pero al mismo tiempo ha recibido una caricia: yo ahora sé que soy otra cosa, a parte del abuso que he sufrido y las cicatrices que tengo.

La Iglesia puede estar orgullosa de la posibilidad del proceder en derogación a los tiempos de la prescripción (derecho negado por la justicia italiana), pero no del hecho de reconocer como atenuante, para quien abusa, de la entidad del tiempo transcurrido entre los hechos y la denuncia (como en mi caso). ¡La víctima no es culpable de su silencio! El trauma y los daños sufridos son así de mayores cuando más largo es el tiempo del silencio, que la víctima transcurre entre el miedo, la vergüenza, la remoción y el sentimiento de impotencia. Las heridas jamás prescriben, ¡es más! Hoy yo estoy aquí, y conmigo están todos los niños y las niñas abusados y abusadas, las mujeres y los hombres que intentan renacer de sus heridas pero, sobre todo, también está quien lo ha intentado y no lo ha conseguido, y desde aquí, y con ellos en el corazón, tenemos que volver a partir juntos.

© Librería Editorial Vaticano

 

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