Eclesiástico 35, 15-17. 20-22: “La oración del humilde llega hasta el cielo”
Salmo 33: “El Señor no está lejos de sus fieles”
II Timoteo 4, 6-8. 16-18: “Ahora sólo espero la corona merecida”
San Lucas 18, 9-14: “El publicano regresó a su casa justificado y el fariseo no”.
No es raro encontrarnos con personas que se creen perfectas y que se colocan como centro del universo. Lo triste de la situación es que mientras para todos los demás aparece evidente su poco valor, ellos no son capaces de darse cuenta. Cristo reconoce que estos personajes sufren una grave distorsión de la realidad y que con sus actitudes se cierran puertas a la misericordia y también a la relación con los demás. Por eso, recurre a los ejemplos y a las parábolas para hacernos reflexionar. Un publicano engreído y orgulloso que desprecia a los demás y que se pone como justo delante de Dios. A los ojos de todos evidentemente queda en ridículo, pero él se da cuenta.
¿Fariseos nosotros? Quizás digamos que esta parábola no tiene nada de actual, pero es dolorosamente actualizada por muchos de nosotros. Creyéndonos justos, nos apoyamos en nuestro orgullo, en nuestra religión y en nuestras posiciones para mirar a los demás como inferiores, despreciarlos, juzgarlos y condenarlos. Muchos de los conflictos actuales a nivel local y a nivel mundial, no son otra cosa que la prepotencia de quien se siente dueño del mundo, que utiliza a Dios y a la religión para sentirse satisfecho y para aprovecharse de los demás. Hay quienes pagan hasta la última veladora al Señor, pero no tienen empacho en despojar al pobre, “legalmente”, de sus tierras, de su agua y de su casa y ¡no se sienten ladrones! Hay quienes embriagan con sus licores, sus drogas y sus mentiras a jóvenes incautos y después los condenan por borrachos y flojos; en cambio ellos se sienten muy dignos.
El fariseo hace toda una presentación de sí mismo, pero ¡siempre diciendo lo que no es! “no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano”, sabe muy bien lo que no es, pero no sabe lo que sí es, ni lo que hay en su interior. Y cuando intenta describir a su persona, viene decir: “ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias”, como si todo su valor dependiera del dinero o de lo que se come. Pero, ¿quién es en realidad? Jesús viene a trastocar el orden establecido por el sistema judío y si miramos las cosas con detenimiento, también viene a trastocar todo nuestro sistema. No importa lo exterior, sino lo que hay realmente en el interior. Parecería que el hombre moderno está lleno de materialismo, de comparaciones, de competencia feroz contra los demás. Que vale solo por lo que tiene. Se llena de todo y no deja lugar para experimentar dentro de si mismo el gran amor de Dios. El pecado del fariseo y de nuestro mundo, es reducirlo todo a comercio, a vanidad, a orgullo y no dejar espacio ni para Dios ni para el prójimo.
La primera lectura de este domingo nos enseña que Dios no cabe en ese mundo de comercialización y de intercambio, por el contrario declara abiertamente quiénes son los predilectos de Dios. Dios tiene un afecto y una debilidad especial por los pobres y humildes. “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda.” (Ecclo 35,15-17). ¡Cómo quisiéramos que hoy esto también fuera realidad! Que los jueces, que las autoridades, no se dejen impresionar por las apariencias, que no menosprecien a nadie, que escuchen las súplicas de un pueblo que se muere de hambre, no logra superar los límites extremos de la pobreza y que no sabe a quien clamar justicia.
Al reflexionar sobre la parábola nos debe quedar muy claro: no es que Jesús esté de acuerdo con el pecado o se haga de la vista gorda ante el mal. Los publicanos o, como algunos lo traducen, los recaudadores de impuestos, eran tenidos por el pueblo como traidores y los rechazaban porque vivían a costa de los sufrimientos del pueblo. Jesús no está de acuerdo con la injusticia, pero cuando encuentra la conversión, cuando encuentra un corazón dispuesto, da la salvación, por eso termina su narración diciendo: “pues bien, yo les aseguro que éste bajo a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. Sólo el que está vacío de sí mismo puede llenarse de Dios. Sólo quien tiene espacio en su corazón puede recibir a sus hermanos.
La parábola de Jesús nos lleva a examinarnos seriamente cómo es nuestra actitud. Detrás de los dos personajes se puede descubrir la oposición entre dos tipos de justicia: la del hombre que cree que es capaz de alcanzarla cumpliendo la exterioridad de la ley; o la justificación que Dios concede al pecador que se reconoce como tal y se convierte. A un corazón cerrado y atiborrado de orgullo, no puede entrar ni el hermano ni Dios.
Por eso en su oración, llevando la contraria al publicano, Mazariegos y Botana, exclamaban:
Señor, me siento perdido. Tú dices que es inútil que madrugue, que es inútil que me acueste tarde, que es inútil que coma el pan de la fatiga. Tú dices: ¡que lo das a tus amigos mientras duermen! Quiero ser tu amigo y nada exigirte. Quiero ser tu amigo y vivir de tu gratuidad. Quiero ser tu amigo y aceptar tu salvación. Quiero ser tu amigo y dejarme querer por ti. Tus dones, Señor, son la riqueza de mi corazón. Tu gracia en mí, es tu vida sin término… Oh Dios, Dios gratuito. Dios del pobre, del que desde su barro, busca todo de su gracia. Amén.
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