Junto a los objetivos problemas médicos y éticos que la eutanasia y el suicidio asistido plantean, no son los menos polémicos los que se dan en relación con la manipulación semántica de la terminología que en torno a ellos se utiliza.
Pero, a nuestro juicio, conviene distinguir en dicha manipulación dos grupos: a) la manipulación que se promueve por quienes plantean, o al menos, desean, legalizar la eutanasia y el suicidio asistido, que va dirigida a evitar utilizar explícitamente ambos términos, pues los mismos suscitan, en muchos, algo éticamente negativo, y b) los que tratan de eliminar el concepto de suicidio asistido denominándolo muerte médicamente asistida o en inglés “medically assisted dying” (MAD), pues a esta práctica, con esta última denominación, la consideran moral y éticamente admisibles, en oposición al suicidio que naturalmente sería éticamente ilícito.
Entre los primeros se encuentran fundamentalmente determinados grupos políticos, colectivos de diversos tipos y asociaciones en los que su actividad va directamente dirigida a promover la legalización de la eutanasia y el suicidio asistido.
Para tratar de corregir sus objetivos, un primer escollo que necesitan eliminar es utilizar los términos eutanasia y suicidio asistido, por lo que los sustituyen por otros como: muerte digna, morir dignamente (death with dignity), muerte médicamente asistida (medically assisted dying), ayuda médica para morir (medical aid in dying) o suicidio médico asistido (physician assisted suicide).
Pues bien, cuando, tanto en la literatura especializada, como en los proyectos de ley que para tratar de legalizar los actos eutanásicos se va proponiendo, aparezca alguno de los términos anteriormente referidos, habrá que tener bien en cuenta, para poder realizar un juicio moral y ético correcto, que con dichos términos siempre se están refiriendo, aunque de forma solapada, a la eutanasia y al suicidio asistido, por lo que la valoración moral y ética de dichos actos debería ser la que le corresponde a ambos actos eutanásicos.
Pero, con más fondo filosófico y ético, es el tema de los que tratan de diferenciar la MAD de cualquier otro tipo de suicidio, pues aquel, a su juicio es ética y moralmente aceptable, en contraposición al suicidio, que en ningún caso lo es.
Pues bien, en relación con ello, se hace amplia referencia en un artículo publicado en el número de enero-febrero de 2020 del “Hastings Center Report”, del que es autora Phoebe Friesen, que fundamentalmente va dirigido a defender la eticidad de la MAD en contraposición con el suicidio, considerándose a aquella moralmente lícita y no el suicidio (ver AQUÍ).
El núcleo central del pensamiento de Friesen es que cuando se aplica la MDA, el paciente está inmerso en lo que ella denomina un proceso de muerte ocasionado por su enfermedad de base, y que, por tanto, lo único que se hace con la MAD es acelerar su inevitable llegada; es decir, el objeto primero de la MAD no es terminar con la vida de ese paciente, sino encontrar para él una salida de este mundo digna, tratando de acortar su agonía. No es la MAD lo que termina con la vida del paciente, sino su incurable enfermedad de base.
Para tratar de defender sus tesis, Friesen analiza cuatro aspectos de la MDA: su moralidad; la impulsividad que se da en el suicidio y que no se da en la MAD; la capacidad de decisión que tienen los pacientes que solicitan la MAD y que no tienen los suicidas y finalmente el grado de esperanza que tienen los que se acogen a la MDA y del que carecen los que acuden al suicidio, acto en el que, naturalmente también incluye el suicidio asistido.
Por todo ello, Friesen manifiesta que ambas prácticas son ética y moralmente diferentes en función de las cuatro razones anteriormente expuestas.
Pero a diferencia de la opinión de Friesen, a nuestro juicio, la MAD es una práctica directamente dirigida a terminar con la vida de un paciente que padece una grave enfermedad y que sufre dolores o trastornos de cualquier tipo difíciles de soportar. Es decir, es una práctica claramente eutanásica. Vamos a tratar de fundamentar este aserto.
En efecto, cuando un paciente se encuentra en las condiciones que se requieren para utilizar la MDA se le pueden ofrecer cuatro soluciones: acudir a los cuidados paliativos, utilizar la sedación paliativa o a la sedación terminal y en último término la eutanasia o el suicidio asistido. Las dos primeras son, a nuestro juicio, moral y éticamente lícitas. Las dos últimas, sin embargo, son claramente ilícitas.
Indudablemente la primera solución es la idónea si lo que se busca es mejorar las condiciones de vida de ese paciente y lo que él desea es que se traten sus dolores o sufrimientos de cualquier tipo, pero si lo que quiere es terminar con su vida, habitualmente los cuidados paliativos no pueden cumplir ese fin.
Si los cuidados paliativos resultan ineficaces total-parcialmente, y los dolores y sufrimientos persisten, se puede recurrir a la sedación paliativa, con la que prácticamente se logra reducir o eliminar todo tipo de dolores.
Indudablemente la sedación paliativa puede acortar la vida de ese paciente, pero ello es moralmente aceptable, pues su objetivo directo no es terminar con su vida, sino mejorar su situación de sufrimiento. Es este un claro ejemplo de las acciones de doble efecto en las que lo que se persigue es un fin bueno, aunque indirectamente haya que admitir un efecto secundario malo no deseado. Es obvio que también las acciones de doble efecto, para ser moralmente lícitas deben cumplir una serie de requisitos que no es momento de detallar aquí. Es decir, lo que fundamentalmente determina la moralidad o no de estas acciones es su intencionalidad, el fin que persiguen, y en la sedación paliativa su objetivo es claramente bueno, eliminar un dolor o sufrimiento insoportables.
Otra cosa es la sedación terminal en la que, ante el hecho de que no se puedan eliminar, total o parcialmente, los dolores del paciente, se les seda hasta terminar con su vida. En este caso el objetivo es obviamente terminar con la vida del enfermo, para así terminar también con sus dolores, lo cual, a nuestro juicio, es desde un punto de vista moral o ético, claramente ilícito.
Finalmente cuando se facilita al paciente los instrumentos necesarios para que éste pueda terminar con su vida, estamos ante el suicidio asistido, y cuando es directamente un profesional sanitario el que administra la sustancia letal al paciente se incurre en la eutanasia.
Naturalmente estas dos últimas acciones son moral y éticamente ilícitas, aunque el juicio moral que merecen es diferente, pues en la eutanasia aún se agrava más su ilicitud, al implicar directamente a una tercera persona, en este caso el médico o personal sanitario que participa en ella.
A la vista de todo lo anterior, para enjuiciar moramente la MDA hay que valorar objetivamente la finalidad que se persigue con ese acto. Si lo que se pretende es ayudar médicamente a morir a un paciente, como la misma definición de la MDA parece indicar, no cabe duda, que al margen de todos los razonamientos que Friesen aduce para justificarla, es una práctica moral y éticamente ilícita.
En resumen, al valorar la moralidad de la MDA no hay que enjuiciar teóricamente lo que significa, sino lo que con ella se consigue y con qué intención se practica, y, a nuestro juicio, la MDA siempre se utiliza para acelerar la muerte de un paciente que sufre, y siempre que esto sea así, el juicio que merece es moral y éticamente negativo (ver más AQUÍ).
Justo Aznar
Observatorio de Bioética
Instituto de Ciencias de la Vida
Universidad Católica de Valencia
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