“La Pasión de Cristo: única razón, alimento y luz de vida para esta santa, que atravesó la juventud seducida por los placeres mundanos hasta que se convirtió. Se hizo ofrenda suplicando la reconciliación dentro de la Iglesia”
Se entregó generosamente a Cristo después de haber experimentado los goces mundanos que formaban parte de la clase social a la que pertenecía. Nació en Camerino, Macerata, Italia, el 9 de abril de 1458. Y aunque era hija ilegítima del príncipe Julio César de Varano y de Cecchina di maestro Giacomo, no le faltó el cariño de su padre y de su esposa Juana Malatesta. Hasta que llegó el momento de su conversión, esta mujer despierta e inteligente recibió una sólida formación conforme a los cánones renacentistas. Ello incluía el conocimiento de la literatura clásica y el dominio del latín. Aprendió a pintar, dominaba los juegos de mesa, y no se privó de los bailes de salón frecuentados por personas de su alcurnia.
Espiritualmente, cuando tenía alrededor de 10 años su inocente corazón quedó encendido por las palabras que oyó pronunciar a Domenico da Leonessa. Entonces elevó a voto la costumbre de meditar todos los viernes en la Pasión de Cristo y de verter alguna lágrima por Él, como le sugirió el bondadoso fraile. Cumplió esta promesa fielmente: “Por virtud del Espíritu Santo, aquella santa palabra quedó impresa de tal manera en mi tierno e infantil corazón, que ya nunca marchó del corazón ni de la memoria”. Fray Pacífico da Urbino, otro insigne franciscano, le animó a perseverar en esta práctica piadosa. Pero a los 18 años quedó hechizada por lo fútil. Pesaron en su ánimo las ansias de vivir y de divertirse, quedando inmersa en el fulgor de la corte en la que determinados comportamientos escandalosos no se consideraban tales. “Todo el tiempo –recordó de forma retrospectiva– lo pasaba en serenatas, bailes, paseos, en vanidades y en otras cosas juveniles y mundanas que de éstas se siguen”. Después añadiría: “Bienaventurada aquella criatura que por ninguna tentación deja el bien comenzado”. Lo decía por experiencia, porque hasta los 21 años se debatió entre grandes luchas espirituales.
Aún seducida por los placeres, un persistente impulso interior le invitaba a seguir a Dios. En la Cuaresma de 1479 experimentó la gracia de comprender el don de la virginidad y el llamamiento a la vida consagrada. Eligió el convento de Santa Clara, pero al comunicar esta decisión a su padre no recibió su beneplácito. Firme en su propósito, dos años más tarde logró vencer la obstinación paterna y pudo ingresar en el monasterio de Urbino. Allí tomo el nombre de Bautista, inusual para una mujer en esa época.
El príncipe, aceptando que inevitablemente no podría desposarla con alguien de rancio abolengo, ni proveerla de una vida llena de riquezas, como había soñado, secundó el anhelo de su hija restaurando y ampliando el monasterio de Santa María Nuova. Debió pensar que era la mejor dote que podía ofrecerle sin ser rehusada por ella que había elegido la pobreza franciscana. Además, el convento estaba ubicado cerca de sus posesiones lo que emocionalmente tenía su enjundia para él, ya que al menos la mantendría en su entorno. A este lugar se trasladó Camila en 1484, después de profesar, junto a ocho religiosas. Durante su estancia, por indicación de su confesor Antonio de Segovia, redactó diversos tratados en medio de las numerosas gracias y favores celestiales que recibió; entre ellos se encuentra La pureza del corazón.
Pasó por etapas de gran aridez que expuso minuciosamente en su obra Vida espiritual. Esas experiencias fueron forjando su imparable ascenso espiritual que estuvo marcado por las renuncias, en medio de las cuales ofrendó su amor a Dios sin escatimar esfuerzos. Era el signo de una vida ascética impecable que tenía como soporte, junto a la Eucaristía y a la oración continua, esta aspiración: “entrar en el Sagrado Corazón de Jesús y ahogarse en el océano de sus dolorosísimos sufrimientos”. En ese tiempo la Iglesia se estremecía por el impacto que las tesis luteranas estaban teniendo en Alemania. Paralelamente, la desidia, origen de tantos desmanes, se había apoderado del espíritu de muchos eclesiásticos. Y Camila se afligía viendo tambalearse los cimientos de la unidad. Por eso, en su oración y entrega incluía específicamente la intención de obtener de Cristo la gracia de la conversión y, con ella, la reconciliación dentro de la Iglesia.
En su corazón revivía su amor por el Redentor, suplicando: “haz que yo te restituya amor por amor, sangre por sangre, vida por vida”. Pronto se le presentó la ocasión de cumplir tan ferviente deseo. En 1501 se desencadenó una aterradora tragedia familiar. Alejandro VI excomulgó al príncipe de Varano y lo privó de sus derechos. Al tiempo, arrasaron Camerino y asesinaron al padre y tres hermanos de Camila. Solo uno de ellos se libró de la muerte. La santa, en medio de su dolor, elevó sus súplicas por ellos al cielo y perdonó al asesino. El lema de su vida era: “‘Hacer el bien y sufrir el mal’, y sufrirlo no solos, sino con Jesús en la cruz”. Al año siguiente vio con preocupación que la masacre de Camerino podía reproducirse en el convento. Y huyendo del asedio de los Borgia, que ponía en peligro la vida de sus hermanas, partió a Fermo. No se diluyó el alto riesgo y como los señores de Fermo podían sufrir represalias por haberle dado cobijo, se dirigió a Atri, Nápoles, teniendo a su lado a Isabel Piccolomini Todeschini, que estaba casada con Mateo de Aguaviva de Aragón.
La muerte del papa Borgia le permitió regresar a Camerino. Después, coincidió que su hermano Juan, el único que había sobrevivido al asalto, fue nombrado jefe de estado de la ciudad por el papa Julio II. Este pontífice en 1505 encomendó a Camila la fundación de un nuevo monasterio en Fermo. Luego ella abrió otro en San Severino Marche ocupándose también de formar a las monjas. De ambos fue reelegida abadesa en diversas ocasiones. Su vida se apagó el 31 de mayo de 1524 a consecuencia de la peste que se desató en Camerino. Tenía 66 años, 43 de los cuales habían discurrido en la intimidad del claustro. Gregorio XVI la beatificó el 7 de abril de 1843. Benedicto XVI la canonizó el 17 de octubre de 2010.
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