Monseñor Enrique Díaz Díaz: “Razones de esperanza”

Hechos de los Apóstoles 8, 5-8. 14-17: “Les impusieron las manos y recibieron al Espíritu Santo”

Salmo 65: “Las obras del Señor son admirables. Aleluya”

I San Pedro 3, 15-18: “Murió en su cuerpo y resucitó glorificado”

San Juan 14, 15-21: “Yo le rogaré al Padre y Él les dará otro Paráclito”

Me tomó de sorpresa. Aunque el grupo de jóvenes no pretendía ser agresivo sí era muy cuestionante. Después de hacer una larga lista de los “pecados y atrocidades” de miembros de la Iglesia que los medios de comunicación se han encargado de amplificar, me preguntaron de repente: “¿Y no le da vergüenza pertenecer a esta Iglesia? Si es la que manipula las conciencias, si es la retrógrada y ha perjudicado a nuestro país… ¿tiene todavía el gusto de pertenecer y representar a esa Iglesia? Ya ve cuántos abusos y violaciones se van descubriendo y cómo cada día aparecen nuevos escándalos… ¿Será todavía la Iglesia de Jesús?” Fuertes palabras, cuestionamientos que parecen justos y que no admiten respuestas de palabra porque pueden parecer vacías, y ante las cuales no queda más que afirmar: “Aún creo que vale la pena seguir a Cristo, pues Cristo nunca me ha defraudado. Habrá errores y equivocaciones de nosotros sus seguidores, me duelen, pero Cristo no nos falla”.

A quienes nos cuestionan y están dudosos, quisiéramos ofrecerles las palabras de San Pedro que nos invita: “Veneren en sus corazones a Cristo, el Señor, y estén dispuestos siempre a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes”. ¿En qué basamos nuestra esperanza? No podemos decir que en la fortaleza de nuestras instituciones, no podemos poner nuestra seguridad en la santidad de cada uno de sus miembros, no podemos argumentar fuerza ni sabiduría, nuestra única esperanza será Jesús y de esta esperanza estaremos prontos a dar nuestras razones.

La Iglesia, por el contrario, siempre se presentará como un claroscuro, como una mezcla de imágenes positivas y negativas, como una comunidad de personas santas y pecadoras. Y las lecturas de este día parecen jugar con esta serie de contrastes y de rápidos cambios de escena y con continuos desplazamientos de un plano al otro. Apenas nos estamos situando en la intimidad de la Última Cena, con su ambiente de confianza y calidez, cuando ya san Pedro nos lanza a considerar el estilo y el costo que implica seguir a Jesús. Por una parte previene Jesús que no los dejará desamparados y por la otra aparece Felipe con todo el entusiasmo lanzado a llevar buena nueva a Samaria que ni en sueños lo hubiéramos podido imaginar.

Aparecen muy diversas imágenes de Iglesia. Se vislumbra la Iglesia de la interioridad pero también la que se aventura y se arriesga a llevar el anuncio público; la del consuelo y la de la inseguridad; la de la fuerza y la del respeto; la que interpela y cuestiona pero también la que es sometida a la prueba; la que predica y la que viene puesta en duda, obligada a dar cuentas y llamada a la coherencia. Diríamos que desde los inicios aparece la Iglesia portadora de Evangelio pero llevándolo en vasos frágiles.

Jesús aun en los momentos más dulces del adiós, nos confirma que no se contentará con una vaga demostración de amor de parte de sus discípulos, sino que exige una prueba precisa y decisiva: “si me aman, cumplirán mis mandamientos”. Se deberá constatar puntualmente en las obras, el amor que estamos declarando. El criterio es único: el cumplimiento de los mandamientos, de su mandamiento preciso: “amarse los unos a los otros”. Sólo quien ama puede decir que está siguiendo el camino de Jesús y a él se le puede considerar discípulo confiable. Si lo amamos le podremos pedir todo y no nos sentiremos huérfanos ni abandonados.

Pero atención, no es un mandamiento opcional a cumplirse o no, según las preferencias y los gustos de cada quien. Es fundamental y sólo así se demuestra que somos sus discípulos y sólo así estaremos dando razones de nuestra fe. La razón fundamental del cristiano, lo que lo mueve, el estilo propio de su conducta es el amor. Podríamos aducir muchas otras motivaciones, muchas implicaciones, pero si en la base no está el amor, es mentira que seamos cristianos. Quizás hemos perdido mucho tiempo en busca de disciplina, doctrina u organización y hemos descuidado lo fundamental: el amor a Cristo y a los hermanos. Es su mandamiento fundamental.

No en vano, en la intimidad del Cenáculo, Cristo aparece preocupado por el futuro de sus discípulos y amigos. No quiere que se sientan abandonados, que sufran la soledad y se dejen llevar por el desaliento. Por eso, hoy Cristo nos anuncia una nueva presencia divina en nosotros, muy dentro en nuestro corazón, en nuestra vida diaria. Nos confía tres diferentes modos para sostener su comunidad: una presencia suya nueva en medio de nosotros, la donación del Espíritu Santo y el darnos a conocer que “yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes”.

Es decir, asegura la presencia íntima de la Trinidad en el corazón de los creyentes. Con ello nos manifiesta el cambio de relación entre Dios y nosotros. La comunidad y cada miembro se convierten en morada de la divinidad. Nos hacemos templo y santuario de Dios. Dios ya no está fuera de nosotros, sino en nosotros mismos y de ahí brotan un cúmulo de consecuencias: la dignidad del hombre y la naturaleza, la exigencia del respeto al otro que también es santuario de Dios, la primacía del amor sobre los ritos y de la vida sobre la doctrina. Dios está vivo en medio de nosotros, no es doctrina, ni ley, sino vida. A quien nos pida razones de esperanza deberemos mostrarle no doctrina ni leyes, sino vida interior.

¿Cuáles son las razones de nuestra esperanza y en qué fincamos nuestra vida? ¿No habremos perdido demasiado el tiempo en cosas secundarias y nos habremos olvidado de amar al estilo de nuestro maestro y pastor? ¿Cuál sería la señal distintiva de nosotros cristianos, de nuestras familias y de nuestras comunidades? ¿Es el amor?

Gracias, Padre Bueno, por la presencia de Jesús, nuestro pastor, camino y  guía. Concédenos vivir plenamente su mandamiento de amarte y amarnos unos a otros para ser sus dignos discípulos. Amén.

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