«Primer gitano beatificado. Solidario, caritativo y conciliador. Mártir de la fe. Fusilado, con un rosario entre las manos, en las tapias de un cementerio, tras haber defendido a un sacerdote»
Este hombre grande y humilde, que dio pruebas de su reciedumbre espiritual, fiel defensor de la fe hasta derramar su sangre por ella en la contienda española de 1936, ha sido el primer gitano beatificado. El 4 de mayo de 1997 cuando Juan Pablo II lo encumbró a los altares, un reguero de júbilo se extendió por los recodos del mundo, especialmente entre la raza calé, aunque el gozo provenía de todos los lugares. Ese día el pontífice recordó que Ceferino «supo sembrar concordia y solidaridad entre los suyos, mediando también en los conflictos que a veces empañan las relaciones entre payos y gitanos, demostrando que la caridad de Cristo no conoce límites de razas ni culturas».
Se cree que nació el 16 de agosto de 1861 en Benavent de Segriá, Lérida, España, aunque fue bautizado en Fraga, Huesca. Así como sus padres recibían el apodo de «el Tichs» y «la Jeseía», bien niño comenzó a ser conocido como «el Pelé». En su ambiente el artículo que anteponían al nombre es signo de llaneza, una costumbre enraizada en el tiempo que se encarna como algo natural. Tan ordinario en su vida como el nomadismo cincelado en los humildes carromatos que van llevándoles de un lado a otro. El escenario de su acontecer fueron los caminos, las intrincadas y hermosas veredas de las montañas aragonesas, que recorría con los canastillos fabricados por él para su venta. Así ayudaba a su madre, que un día se despertó con un vacío en el lecho y en el corazón, porque el cabeza de familia había abandonado a los suyos. Fue un tío, afincado en Barbastro, quien enseñó al Pelé a realizar esa artesanía del mimbre, su primer oficio. Y en esta localidad oscense se instaló con su madre y hermanos en 1880; fue el lugar donde vivió hasta el fin de sus días.
Siguiendo la ley gitana se desposó por este rito con la catalana Teresa Jiménez Castro, de su propia raza. Entonces tendría alrededor de 20 años. Luego, en 1912, el matrimonio se efectuó dentro de la Iglesia católica. A ésta le condujo un docente universitario, Nicolás Santos de Otto, que fue instruyéndole en las verdades esenciales de la fe. Teresa, mujer trabajadora y de empuje, había recibido una formación básica que le permitía manejarse con la lectura y la escritura. En cambio Ceferino era analfabeto. Sensible y de gran corazón supo comprender enseguida el alcance de lo que iba aprendiendo. Se caracterizaba por su generosidad; los necesitados siempre encontraban en él una mano amiga a la que acudían porque sus dádivas no les faltaban.
En la espléndida tierra de este hombre, honrado y cabal, germinaron las semillas que habían depositado en él. Se fue vinculando a la Iglesia, y progresivamente se acrecentó su devoción por la Eucaristía y por la Virgen María. Mientras, su buen oficio como tratante de caballerías, haciendo negocios por diversas localidades, le fue situando en un estatus económico de cierto nivel. Como su esposa y él no tuvieron descendientes, adoptaron a una sobrina, «la Pepita», ocupándose Teresa de que recibiese una formación que pocos de su raza podían soñar entonces.
A Ceferino le tocó vivir en una época convulsa, dada a las rencillas, que supo neutralizar promoviendo la paz y concordia entre sus conciudadanos y los de pueblos vecinos. Acudían a él tanto los gitanos como los payos porque todos le tenían conceptuado como un hombre de ley. Sin embargo, en un momento dado fue injustamente acusado de un robo en el Vendrell y lo recluyeron en la cárcel de Valls. Da idea del justo respeto que se había ganado y la alta reputación que tenía, el clamor de su abogado, quien al defenderlo, exclamó: «El Pelé no es un ladrón, es san Ceferino, patrón de los gitanos». Su ejemplo era nítido y transparente, no daba lugar a dudas: acudía a misa y rezaba el rosario diariamente, recibía la comunión con frecuencia y era pródigo en su caridad. Le veían participar en los Jueves eucarísticos, la Adoración nocturna, las Conferencias de San Vicente de Paúl y en la Tercera Orden Franciscana, porque de todas estas asociaciones era miembro. También era catequista de niños a los que transmitía esa sabiduría envidiable que poseen las almas sencillas e inocentes como él. De modo, que el hecho de no tener cultura no fue impedimento para que le acogiesen los que tuvieron la fortuna de recibirla.
Pero a finales de julio de 1936, hallándose vivo el fragor de la guerra, vio cómo un grupo de revolucionarios milicianos arrastraban a un sacerdote por las calles. Contempló horrorizado el escarnio y, sin pensarlo dos veces, salió en su defensa. De lo más hondo de sí mismo surgió esta exclamación: «¡Virgen, ayúdame! ¡Tantos hombres armados contra un sacerdote indefenso!». Por ese gesto bravío y justo, fue detenido y encarcelado. El odio es ciego a todo respeto; no entiende de edad. Ceferino tenía entonces 75 años; no era un niño. Pero los milicianos iban a pasar por alto este y otros extremos porque la sinrazón que acompaña a la barbarie es así. Y viendo que llevaba un rosario en el bolsillo, como se hacía con los primeros mártires de la fe quisieron negociar su vida; le ofrecieron la libertad si se comprometía a dejar de rezarlo. El beato se negó en redondo, aunque sabía que con ello daba paso a su muerte.
Por poco tiempo compartió el minúsculo espacio de 5 metros cuadrados habitado por el terror de ordinario, y por la esperanza de las quince personas que le acompañaron en esos postreros instantes, encaminándose junto a él a obtener la palma del martirio. Y en Barbastro, la madrugada del día 2 o del 9 de agosto, le condujeron al cementerio fusilándole junto a las tapias. Sus últimas y triunfantes palabras martiriales, pronunciadas con el rosario entre las manos, fueron: «¡Viva Cristo Rey!». Junto a él ajusticiaron a veinte presos más, perdiendo la vida entonces los tres superiores del seminario claretiano, quienes regían la iglesia a la que acudía Ceferino.
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