La higuera que dará fruto. La conversión como consecuencia de la misericordia: Lc 13,1-9
Este domingo la lectura del Evangelio nos presenta otro tono en el lenguaje de Jesús. Serán palabras directas y fuertes. Sabemos que la situación de los lectores de Lucas no es nada fácil. El evangelista escribe a comunidades cristianas nacientes y en expansión pero que viven lógicamente el conflicto externo de la incomprensión y persecución, y el conflicto interno del modo de actuar y la espera mesiánica.
El relato se divide en dos momentos. En el primero, vemos la llegada de portadores de malas noticias. La denuncia es dramática: la sangre humana mezclada con la de animal para un sacrificio realizado por un no judío. Para los oyentes devotos esto es lo más bajo. Sin embargo, la noticia a la que hace referencia Jesús va más allá de una crisis religiosa. Se trata de muertes injustas, sin sentido. En un día cualquiera, un hecho fortuito apaga la vida de muchos. También hoy estamos llenos y dolidos de malas noticias: La sangre derramada por la guerra dominante, torres caídas, ciudades destruidas, muertes inocentes. Portadores de sufrimientos no escuchados, lágrimas no recogidas, vidas sin futuro.
Frente a estas noticias que desfiguran lo humano, la reacción de Jesús no se hace esperar. Sus palabras condenatorias tienen primero una exhortación: “Conviértanse”. Entre la dramática realidad y el destino deplorable, está una actitud que puede cambiar todo. μετανοια – conversión. Una actitud que implica la vida misma. Un cambio de mirada del mundo y de la idea que tenemos de Dios. En la relación entre pecado y castigo, lo más lógico para nuestro imaginario religioso y cultural es la condena proporcional al mal cometido. Pero Jesús usa otra lógica: ¿Qué se impone cuando el pecador soy yo? ¿Qué ocurre cuando veo mi propio pecado o el sufrimiento de alguien a causa mía? Jesús denuncia ante todo la falta de conciencia de reconocer quienes somos. En el camino de nuestras condenas se esconde el falso cómplice de la comparación: “Más pecadores que yo…” o “más deudores que yo…”. Y esto es lo que realmente mata. La verdad es que todos somos pecadores y todos necesitamos conversión. Así, cuando hay verdad, hay comprensión y ésta lleva a la espera, al saber acompañar, a respetar el proceso de conversión de cada persona.
Para tener más clara la lógica de los “tiempos de Dios”, no hay mejor manera que una parábola. Sabemos que a Jesús le gusta hablar en parábolas porque tomando ejemplos de la vida cotidiana el mensaje se transmite de manera más profunda. Así, salvar un árbol que no produce fruto no tendría sentido; Sería ilógico. Pero Jesús toma su propio camino, y nos invita a caminar por él y con él. El dueño de la viña viene a buscar frutos porque los espera siempre. Frente a tres años de esterilidad, el viñador le pide un año más… y este será un año diferente: Ahora toca cuidar, abonar y acompañar. Ahora toca volver a la raíz, a lo más profundo y desde allí rescatar la vida. Raíz y fruto se unen en el amor paciente de Dios. Frente a lo no hecho, a lo no dado, se presentan todos las acciones al futuro y brota la paciencia de quien conoce de cerca la tierra y el corazón. Y añade, “Si da fruto en adelante…”. Es decir, un condicional que se vuelve confianza e historia nueva.
La conversión es el fruto de la misericordia y no un requisito. Si “cada árbol se reconoce por sus frutos” (Lc 6,44) es porque lo creado de la mano de Dios está llamado, tarde o temprano, a hacer visible su creador en el vínculo del amor que todo lo vence, todo lo cree y todo lo espera.
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