Beato Daniel Alejo Brottier – 28 de febrero

(ZENIT – Madrid) Nació en la localidad francesa de La Ferté Saint-Cyr el 7 de septiembre de 1876. Sus padres, Jean y Bertha, humildes y creyentes, le educaron en la fe, y en 1893 se dispuso a entregar su vida como sacerdote. El seminario de Blois fue el escenario donde cursó sus estudios eclesiásticos que culminaron con su soñada ordenación en 1899. Una de las primeras misiones que le encomendó el prelado fue la docencia. De modo que, por indicación suya, durante algunos cursos impartió clases en el colegio de Pontlevoy, centro dependiente de la diócesis. Pero en su corazón se abrió paso el espíritu misionero y convencido de que se trataba de un directo llamamiento de Dios, se vinculó a los religiosos de la Congregación del Espíritu Santo en 1902.

La certeza de haber sido elegido por Él no minimizó su sacrificio. Dio el paso contrariándose a sí mismo, como revela el escrito que dirigió el 6 de julio de ese mismo año al padre Genoud, que sería el responsable de su formación: «No pensé que sería tan dificil dejar el mundo atrás. Cuando se compara este sacrificio con lo que otras personas tienen que hacer, parece poca cosa, o casi nada, pero cuando te toca directamente se convierte en algo enteramente diferente. Sin embargo, me consuela que en la profundidad de mi ser, experimento el mismo entusiasmo que me motivó durante el retiro del año pasado». Era honesto y sincero. Su determinación irrevocable ponía de relieve la autenticidad de su vocación.

El Padre celestial, que todo lo conoce, no dilató el cumplimiento de ese anhelo evangelizador de Daniel. Valeroso, audaz, había sido motivo de descanso para su superior general haciéndole saber de primera mano su plena disposición, a través de la carta que le envió en septiembre de 1903: «No quiero presumir nada, pero si tienes una misión muy peligrosa, en donde mi vida estaría en riesgo, con toda franqueza, estoy listo para ello». Efectuada su profesión, un més más tarde fue trasladado a Senegal y comenzó su labor en Dakar en noviembre.

Con gran ardor apostólico dio a conocer a Cristo entre las gentes de este país, con las que permaneció siete años, transmitiendo la fe en su propia lengua que se había ocupado de aprender, hasta que la dureza del clima afectó a su salud y tuvo que regresar a su país. Esta iba a ser la tónica de su labor misionera. Esa tierra africana, que ya llevaba grabada en sus entrañas, se le resistiría a causa de su endeble organismo. Los continuos ataques de migraña le devolvían a su país remedando el flujo incesante de las olas marinas, hasta que definitivamente tuvo que entregar a Dios su misión. El proceso había sido harto doloroso. Obligado a regresar a Francia por vez primera en 1906, a indicación de sus superiores preocupados por la intensa y persistente afección, los cuidados médicos le permitieron regresar en 1907. Pero prácticamente no hizo más que llegar, y de nuevo surgió el tormentoso dolor de cabeza, con lo cual determinaron que Francia sería su lugar de destino permanente. Entonces se dedicó a educar y asistir a la infancia y juventud abandonada. En junio de 1911, al ver disipada la opción de regresar a Senegal, hizo notar: «He prometido dejar todo en manos de la Providencia y no tomar ningún paso a favor ni en contra. Esa es la única manera para un religioso de cumplir su deber».

Era un hombre de oración, sencillo y humilde, que se dejó llevar en todo momento por su confianza en la divina Providencia. Estaba adornado de muchas cualidades que, unidas a su celo apostólico, le permitieron realizar grandes gestas para Cristo: iniciativa, gran creatividad así como visión y dotes para la administración. África corría por sus venas de apóstol, y pensando en nuevas vías de asistencia que pudiera llevar a cabo desde el lugar en el que se hallaba, creó «Recuerdo Africano», un instrumento que le reportó los recursos suficientes para erigir la catedral de Dakar.

En medio de la labor apostólica educativa que signaba su acontecer le sorprendió la Primera Guerra Mundial. «¿Qué puedo hacer frente a esta barbarie que arrasa con la salud, la vida y la civilización?», se preguntó. Y se convirtió en capellán de los militares, lo cual le permitió atender a los soldados y a los moribundos durante cuatro años en los que recorrió distintos frentes con grave riesgo de su vida. Por su abnegada labor ejercida entre tantas víctimas de la ferocidad humana, que se habían visto arrastradas por la sinrazón de las armas, a las que consoló, animó y confortó, además de dar cristiana sepultura a los caídos en el campo de batalla, le galardonaron con la Legión de Honor y la Cruz de Guerra.

El ejemplo de Teresa de Lisieux alumbró su vida, y bajo su intercesión impulsó la casa de huérfanos de Auteuil, un magnífico proyecto que ya estaba materializado, pero que pusieron bajo su responsabilidad en 1923. Le dio un impulso decisivo. Tanto es así, que una decena de años más tarde dio como resultado la atención de un millar y medio de jóvenes. A su entusiasta labor se debe la construcción de una basílica dedicada a la santa de Lisieux también en Auteuil, bendecida en 1930. Otra de las acciones sociales en las que se implicó fue la Unión Nacional de Excombatientes, de carácter benéfico, que aglutinó nada menos que a dos millones de personas.

Es verdad que tenía arte e ingenio para despertar la solidaridad de la gente que promovía con innegable capacidad inventiva. Por ello se le ha denominado «comerciante del cielo». Pero en realidad su fecundidad apostólica se explica fundamentalmente por su insistente oración y fidelísima entrega. Consumido por el amor y extenuado por el esfuerzo continuo que había realizado, falleció en París el 28 de febrero de 1936. Fue beatificado por Juan Pablo II el 25 de noviembre de 1984.

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