(ZENIT – 3 noviembre 2019) .- A las 12 del mediodía de hoy 3 noviembre 2019, en el 31 domingo del Tiempo Ordinario, el Papa Francisco se asoma a la ventana del estudio del Palacio Apostólico para recitar el Ángelus con los fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro para la cita habitual de cada domingo.
Palabras del Papa antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Lc 19, 1-10) nos pone en las huellas de Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, se detiene en Jericó. Había una gran multitud para darle recibirlo, entre las cuales un hombre llamado Zaqueo, jefe de los “publicanos”, es decir, de los judíos que recaudaban los impuestos en nombre del Imperio Romano. Él era rico no por sus ganancias honestas, sino porque pedía el “soborno”, y esto aumentaba el desprecio por él. Zaqueo “trataba de ver quién era Jesús” (v. 3); no quería encontrarse con él, pero era curioso: quería ver a aquel personaje del que había oído decir cosas extraordinarias, era curioso. Y siendo de baja estatura, para lograr verlo (ver 4) sube a un árbol. Cuando Jesús llega cerca, levanta la mirada y lo ve (cf. v. 5). Esto es importante: la primera mirada no es la de Zaqueo, sino la de Jesús, que entre tantos rostros que lo rodeaban, la muchedumbre, busca precisamente ese. La mirada misericordiosa del Señor nos alcanza antes de que nosotros mismos nos demos cuenta de que necesitamos ser salvados. Y con esta mirada del divino Maestro comienza el milagro de la conversión del pecador. De hecho, Jesús lo llama, y lo llama por su nombre: “Zaqueo, baja inmediatamente, porque hoy tengo que quedarme en tu casa” dice Jesús (v. 5). No le reprocha, no le da un “sermón”; le dice que debe ir a él: “debe”, porque es la voluntad del Padre. A pesar de los murmullos de la gente, Jesús escoge quedarse en la casa de ese pecador público.
También nosotros nos habríamos escandalizado por este comportamiento de Jesús. Pero el desprecio y la cerrazón hacia el pecador sólo lo aísla y lo endurece en el mal que hace contra sí mismo y contra la comunidad. En cambio, Dios condena el pecado, pero trata de salvar al pecador, va a buscarlo para traerlo de nuevo al camino correcto. Quien nunca se ha sentido buscado por la misericordia de Dios, tiene dificultades para comprender la extraordinaria grandeza de los gestos y de las palabras con las que Jesús se acerca a Zaqueo.
La aceptación y la atención de Jesús llevan a ese hombre a una claro cambio de mentalidad: en un momento se da cuenta de lo mezquina que es una vida totalmente apegada al dinero a costa de robar a los demás y de recibir su desprecio. Tener al Señor allí, en su casa, le hace ver todo con otros ojos, incluso con un poco de la ternura con la que Jesús lo ha mirado. Y también cambia su forma de ver y usar el dinero: el gesto de agarrar es reemplazado por el de dar. De hecho, decide dar la mitad de lo que posee a los pobres y devolver el cuádruple de lo que ha robado (v 8). Zaqueo descubre de Jesús que es posible amar gratuitamente: hasta ese momento era avaro, ahora se vuelve generoso; tenía el gusto de amontonar, ahora se regocija al distribuir. Al encontrar el amor, descubriendo que es amado a pesar de sus pecados, se vuelve capaz de amar a los demás, haciendo de del dinero un signo de solidaridad y comunión.
Que la Virgen María nos obtenga la gracia de sentir siempre sobre nosotros la mirada misericordiosa de Jesús, para salir al encuentro con misericordia de los que se han equivocado, para que ellos también puedan recibir a Jesús, que “ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido” (v. 10).
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