(ZENIT – 31 enero 2019).- Mons. Edgar Peña Parra ha invitado a los estudiantes y profesores de la Universidad Católica del Sagrado Corazón a invocar “la luz del Espíritu Santo” en el año que inicia, “para que ilumine y guíe vuestra investigación y vuestro compromiso diario con la escuela”.
Esta mañana, 31 de enero de 2019, el Substituto para los Asuntos Generales de la Secretaría de Estado del Vaticano, ha presidido la Misa inauguración del año académico de la Universidad Católica del Sagrado Corazón.
En su homilía, basándose en el Evangelio del día de hoy, Marcos 4: 21-25, Mons. Peña Parra ha recordado como Jesús, después de haber dicho a los apóstoles que les había confiado el misterio del Reino de Dios, lo compara con una lámpara, y les enseñó que “ésta no debe colocarse debajo de un celemín o del lecho sino claramente visible en el candelabro para que ilumine, tampoco ellos deben ocultar el misterio del Reino de Dios, es decir, guardarlo solo para ellos mismos, como si fueran un grupo de elegidos”.
“Se trata de dar un límpido testimonio cristiano –ha indicado el obispo– en cada entorno en el que estamos llamados a vivir y trabajar”. “En este compromiso apostólico tenemos la certeza de estar apoyados por el Espíritu Santo, el que guía a los discípulos a la plenitud de la verdad”, ha alentado.
Esto es exactamente lo primero que hizo Jesús, ha asegurado el sustituto de la Secretaría de Estado. “Desde el momento en que dejó Nazaret –ha descrito– comenzó su predicación pública, recorriendo los caminos de Galilea. El propósito de su misión era comunicar a todos la cercanía del Reino de Dios, es decir, el amor del Padre por todos y especialmente por los más pobres”.
Así, el prelado venezolano ha invitado a invocar en esta celebración el don del Espíritu Santo, a través de la intercesión de María Santísima, Trono de la Sabiduría: “Deseamos incorporarnos al ‘rayo de acción’ de ese evento”.
De este modo, ha llamado a invocar el don del Espíritu “para que en el año que comienza, esta comunidad universitaria pueda vivir plenamente su vocación y su misión dentro de la Iglesia y al servicio de su misión en el mundo”.
Sigue la homilía completa de Mons. Edgar Peña Parra:
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Homilía de Mons. Edgar Peña Parra
Queridos hermanos y hermanas,
Nos encontramos en torno a la mesa eucarística, para la inauguración del año académico de este Ateneo católico. Queremos invocar la asistencia divina sobre los estudiantes, para quienes el nuevo año académico marcará una etapa de la fase decisiva de la formación científica y profesional; sobre los docentes llamados a una dedicación renovada en el delicado papel formativo de las nuevas generaciones. He aceptado con mucho gusto la invitación para presidir esta misa y me complace expresar mis cordiales saludos a los presentes. En particular, saludo en primer lugar al rector Prof. Franco Anelli, al Cuerpo académico, al querido Mons. Claudio Giuliodori, asistente general y a los sacerdotes colaboradores suyos. También saludo con deferencia a las demás autoridades aquí convocadas.
La página del Evangelio de hoy (Mc 4: 21-25) ilumina esta celebración nuestra, así como el camino cultural y espiritual que recorre la Universidad Católica en este nuevo año académico.
Jesús, después de haber dicho a los apóstoles que les había confiado el misterio del Reino de Dios, lo compara con una lámpara. Y como ésta no debe colocarse debajo de un celemín o del lecho sino claramente visible en el candelabro para que ilumine, tampoco ellos deben ocultar el misterio del Reino de Dios, es decir, guardarlo solo para ellos mismos, como si fueran un grupo de elegidos. Ese misterio, ciertamente, debía ser penetrado y comprendido con todo el esfuerzo de su inteligencia, pero al mismo tiempo los apóstoles están llamados a manifestarlo a todos, difundiéndolo ampliamente hasta los confines de la tierra. De hecho, Jesús advierte: “Nada hay oculto si no es para que sea manifestado, nada ha sucedido en secreto, sino para que deba ser descubierto” (v.22)
Y eso es exactamente lo primero que hizo Jesús. Desde el momento en que dejó Nazaret, comenzó su predicación pública, recorriendo los caminos de Galilea. El propósito de su misión era comunicar a todos la cercanía del Reino de Dios, es decir, el amor del Padre por todos y especialmente por los más pobres. Viendo al Maestro divino a la obra, la gente percibía que la luz realmente había venido al mundo, como escribe San Juan en el Prólogo, y que ya no estaba “debajo del celemín”, sino que brillaba en el candelabro. Y las multitudes, tanto se dieron cuenta, que acudían en tropel desde todas partes para ser iluminadas, para recibir una luz que despeja la oscuridad de una vida a menudo triste y difícil.
La imagen de la luz que existe para iluminar a otros, y ciertamente no a sí misma, describe bien la vida y la misión de Jesús. Él es la verdadera luz que ilumina a cada hombre; no vino para sí mismo, no se encarnó para realizarse o incluso para afirmar su propio proyecto personal. Jesús vino a la tierra para iluminar el camino de los hombres hacia la salvación. Vino para que todos, escuchando su palabra, recorrieran los caminos de la existencia hasta llegar al cielo. Los discípulos a quienes continúa llamando a través de los siglos, de generación en generación, están invitados a hacer lo mismo: es decir, a no esconder la luz del Evangelio que han recibido, ni a adoptar medidas estrechas para comunicar esta luz al mundo.
Nos lo recuerda Él mismo en el Evangelio de hoy: “Con la medida con la que midáis, seréis medidos” (v.24). Es una invitación a tener un corazón grande y misericordioso como el del Padre en el cielo. Y la generosidad de Dios ha sido muy grande con nosotros: nos dio a su propio Hijo para que lo recibiéramos y lo diéramos a conocer a los demás. Por esa generosidad seremos juzgados. De hecho, Jesús deja en claro a los discípulos: “Al que tiene se le dará y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará “(v.25). Según el Evangelio, el amor y la generosidad no tienen restricciones ni límites: el corazón del creyente es universal y está abierto a todos.
Se trata de dar un límpido testimonio cristiano en cada entorno en el que estamos llamados a vivir y trabajar. En este compromiso apostólico tenemos la certeza de estar apoyados por el Espíritu Santo, el que guía a los discípulos a la plenitud de la verdad. Y es muy apropiado tener en cuenta esta obra del Espíritu en el contexto de una comunidad universitaria, donde el diálogo entre la fe en Cristo y la investigación científica se desarrolla a diario. Cuando Jesús hablaba a los apóstoles en el Cenáculo, tenía en mente a su Iglesia que, gracias al don del Espíritu, habría podido comprender plenamente su mensaje de salvación. Esto sucedió de una manera fundamental y extraordinaria en Pentecostés, pero continuó después en la vida cotidiana de los individuos y las comunidades, así como en otros eventos excepcionales que la Providencia ha dispuesto a lo largo de los siglos. Por lo tanto, para cumplir efectivamente la misión de dar testimonio de Jesús y de su Evangelio, cada persona, cada creyente y cada comunidad, incluida la universitaria, deben entrar, por así decirlo, en el radio de acción de Pentecostés y confiarse constantemente a la acción iluminadora del espíritu de verdad.
Hoy, con esta celebración litúrgica, deseamos incorporarnos al “rayo de acción” de ese evento, invocando con fe el don del Espíritu Santo, a través de la intercesión de María Santísima, Trono de la Sabiduría. Lo invocamos para que en el año que comienza, esta comunidad universitaria pueda vivir plenamente su vocación y su misión dentro de la Iglesia y al servicio de su misión en el mundo. Esta Universidad se distingue por el adjetivo “católica”, deseado por su fundador, el padre Agostino Gemelli, que recuerda la eclesialidad del Instituto, es decir su ubicación dentro de la misión de la Iglesia. Sabemos bien que la eclesialidad de una comunidad nunca debe darse por sentada. ¡Incluso el título de “católica” no es suficiente para garantizarla! Es un don que solicita siempre ser acogido y revivido con fe y compromiso generoso.
Es hermoso, en efecto, reconocer que cada generación de profesores y de estudiantes está llamada, en la invocación y en la acogida del Espíritu Santo, a colaborar para que la Universidad sea lo que debe ser, eso es “católica”. La “catolicidad” de la comunidad académica y del trabajo universitario consiste en un apasionado compromiso con la reflexión sobre toda la realidad a la luz del misterio de Cristo, de lo que depende la elaboración de una cultura cristiana abierta a la comprensión de todos. Si Cristo es la verdad que ilumina, libera y da sentido a la vida, si es la respuesta completa a las preguntas profundas e imborrables del hombre, la verdad que es Cristo, precisamente en las universidades católicas, debe hacerse luz para los demás, para el mundo. Y esto es muy diferente de una etiqueta que se otorga a una institución de una vez por todas, ni puede ser solamente la tarea de una cumbre académica o de los responsables de las pastoral universitaria, sino que es un don y un compromiso que interpela la disponibilidad y la docilidad de todos a la acción del Espíritu.
Por lo tanto, invoquemos la luz del Espíritu Santo en el año que inicia, para que ilumine y guíe vuestra investigación y vuestro compromiso diario con la escuela.
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