Monseñor Enrique Díaz Díaz: «La Palabra»

Isaías 8, 23-9, 3: “Los que andaban en tinieblas vieron una gran luz” 

Salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación”

Corintios 1, 10-13.17: “Que no haya divisiones entre ustedes” 

San Mateo 4, 12-23: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos”

 

El Papa Francisco nos ha pedido que este tercer domingo del tiempo ordinario esté completamente dedicado a la Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo. Esto nos permitirá hacer que la Iglesia reviva el gesto del resucitado que abre para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable.

Hoy San Mateo nos manifiesta cómo inicia Jesús la predicación de esa Palabra de una manera desconcertante. Trae su mensaje de Buena Nueva y de liberación, pero parece comenzar todo al revés. Comienza cuando precisamente parecía que todo terminaba: “Al enterarse Jesús de que Juan había sido arrestado…”.  Cuando ha sido silenciada una voz que clamaba verdad y justicia; cuando  se confina al silencio a esa figura extravagante que con grito fastidioso y palabra insolente pretendía una renovación interior; cuando sus discípulos tendrían motivos para pensar que la aventura habría terminado… cuando todo parece en contra, es precisamente cuando surge la verdadera Palabra tomando la melodía de la Buena Nueva de la cual Juan sólo era precursor. Cuando parecía que no había nada que hacer y que se apagaban las razones para esperar, brota la verdadera esperanza. Cuando el poder cierra la boca de Juan, la Palabra de Jesús  suena mucho más fuerte.

Si parece que Jesús escoge el momento menos adecuado, se complica más cuando constatamos el lugar desde donde inicia. No inicia en Jerusalén que sería el lugar ideal: la ciudad de la paz, junto al templo orgullo de toda la nación, a la sombra del centro religioso y con la garantía de la religión oficial. No, se dirige a la región de la oscuridad, en la Galilea pagana, región de frontera y lugar de paso, donde se encuentran personas de las más diversas razas, culturas y pensamientos religiosos. La región que es considerada de riesgo, en donde hay tiniebla y oscuridad. Ahí es donde debe brillar su luz y así continuará toda su actividad evangelizadora en los lugares de riesgo, de enfermedad, de muerte, de desprecio y marginación. La luz brilla más donde hay oscuridad. Su grito, que anuncia la cercanía del Reino de los cielos, lo acogen sobre todo los que viven sin esperanza, los que esperaban con ansia, aunque parecía que no tendrían nada que esperar y casi ni se atrevían a pedir. Ahora también la Palabra de Jesús sigue llevando su luz y su esperanza a los lugares más insospechados y menos vistosos. Sus discípulos en estos momentos tendremos que seguir sus pasos y ahí donde parece que todo está perdido y condenado, tendremos que hacer brillar su luz. El lugar de crisis es el lugar preciso donde el verdadero cristiano hará brotar señales de vida nueva. Cualquier lugar, por más riesgoso y difícil que parezca, será el lugar apropiado para recibir el soplo que hará nacer una nueva humanidad.

Momento difícil, lugar de riesgo… y para completar el cuadro Jesús escoge como colaboradores a las personas que parecen equivocadas, a las que nosotros habríamos descartado. No busca personalidades reconocidas, ni hombres considerados santos, ni los que conocen las leyes o tienen el poder. Se deja deslumbrar por unos pescadores que se afanan en sus labores y luchan por acomodar sus redes. Hombres de trabajo, honrados, pero casi ignorantes, desconocidos y cobijados por el anonimato que da la familia de los pobres.  Y la forma en que se les presenta parece absurda: no ofrece un programa, no diseña una estrategia, simplemente llama a acompañarlo en el camino. Eso sí, promete un cambio, el mismo que Él exigía. No importarán ya las redes, ni los peces, lo más importante ahora serán las personas: “Los haré pescadores de hombres”. Y desde ahí, desde su pobreza y pequeñez, los acoge como compañeros de aventura y los deja inquietos. Y ellos lo dejan todo. Bueno, todo es mucho decir pues pocas cosas tendrían, pero lo más importante: dejan una forma de vivir y de pensar. Habría seguramente otras personas que, aún permaneciendo en sus hogares, también dejaron todo lo anterior, pues su palabra y su presencia producen una conmoción interior. Si realmente escuchamos su invitación, nada puede seguir igual. Ahora nuestra vida sólo tendrá sentido cuando aceptemos, en cada momento, que nuestras decisiones e intereses vengan puestos a la luz de su Palabra, de su mirada. Trabajar por el Reino es una constante conversión para encaminar nuestra vida conforme a los deseos de Jesús. Cambiar no las apariencias externas, sino estar dispuestos a vivir en la inquietud que nos produce su Palabra. Cristo ofrece su paz a quienes han aceptado desestabilizarse y dejarse inquietar. Esos serán sus colaboradores… los que no tienen miedo a perder lo que tienen, a cambio de lo que Jesús ofrece. 

Esa Palabra es luz y camino, que hoy puede sacarnos de nuestra apatía o nuestras angustias, para arriesgarnos en la construcción de la paz. Cristo camina con nosotros, lucha y trabaja con nosotros. Y nosotros aceptamos los mismos riesgos que Él aceptó por nosotros. Pablo, su cercano seguidor en su loca aventura, en el pasaje que leemos en este día, nos dice algo que tendremos que tener muy en cuenta si queremos unirnos en esa aventura de ser luz y voz: “Que no haya divisiones entre ustedes”. Debemos buscar la unidad y armonía para construir esa paz que tanto necesitamos. Busquemos despertar a nuestra sociedad, que se inquiete y se deje seducir por la Palabras de Jesús, que la vivamos en comunidad para hacer realidad el reino de Dios. Cada uno somos diferentes pero Jesús nos une en un solo cuerpo y en una sola esperanza. En medio de las tinieblas y de la oscuridad que la Palabra de Jesús también resuene y nos llene de esperanza porque Jesús camina con nosotros.

Padre Bueno, cóncedenos abrir el corazón a la Palabra que transforme nuestras vida y nos ayude a construir el Reino de Jesús, tu Hijo. Amén.

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