Los esposos y sus padres

Después de un camino más o menos largo para reflexionar y dialogar, el amor lleva al gran día del matrimonio. Desde ese momento, inician una serie de ajustes y de cambios en muchas dimensiones para la pareja. También en lo que se refieren a las relaciones entre las dos nuevas familias.

El esposo entra en relación con los padres de la esposa y, si los hay, con sus hermanos. La esposa también entra en relación con los padres del esposo y sus hermanos. Vale la pena fijarnos en las relaciones con los padres, por la importancia que tienen en la vida de cada matrimonio.

El amor matrimonial culmina y se perfecciona en la donación completa al otro, a la otra. A la vez, los esposos siguen siendo hijos, con deberes de gratitud y de asistencia hacia los respectivos padres vivientes.

Es frecuente que surjan conflictos y tensiones entre estos dos niveles de relación, esponsal y parental. La casuística puede ser enorme, y existen muchas maneras de afrontarla.

Pensemos, por ejemplo, en algunas situaciones. En la primera, el esposo, o la esposa, o los dos en formas más o menos parecidas, no acaban de romper el cordón umbilical respecto de los propios padres. Ello lleva a mantener vivo un continuo interés, a veces excesivo, a lo que hacen, a lo que sienten, a lo que ocurre a los propios padres. Se acude con frecuencia a visitarlos, no faltan continuas llamadas telefónicas, o se les invita un día sí y otro también a comer en el hogar de la nueva familia.

Vivir de esta manera puede ser peligroso para la maduración de la pareja. Porque en el hogar el influjo de los padres de uno (o de los dos) no siempre compagina bien con los deseos del yerno o de la nuera, y entonces se generan tensiones, malentendidos, discusiones, incluso altercados. Además, la esposa le reprocha al esposo (o al revés, o los dos mutuamente) el que siga tan apegado a sus padres, incluso a veces descuidando detalles de cariño y obligaciones propias de quien se ha unido, por amor, a otra persona a través del matrimonio.

No es fácil superar este tipo de problemáticas, sobre todo si él o ella no perciben la excesiva dependencia que le encadena a sus padres, o si no capta el daño que produce a la otra parte por seguir excesivamente aferrado a la familia de origen.

Aunque existirán libros buenos para afrontar esta situación, desde el punto de vista cristiano será siempre una ayuda muy grande el fomentar un sano espíritu de diálogo para escuchar a la otra parte, para ver si la relación con los propios padres es excesiva, para planear, con delicadeza, maneras de cortar (nunca del todo, pero sí lo necesario) el “cordón umbilical” y así mejorar la relación de pareja.

En una segunda situación, que puede darse simultáneamente con la anterior o no, son los padres de él o de ella quienes no renuncian a “perder” al hijo, a la hija. Lo sienten suyo, incluso hasta el extremo de sentir celos hacia el yerno o la nuera. Otras veces lo consideran inmaduro, lo rodean de consejos, de mensajes, de intervenciones en la vida cotidiana de la nueva familia.

El hijo (o la hija, o los dos) puede agobiarse ante tantas presiones, y también la otra parte, que siente cómo el espacio familiar se convierte poco a poco más en una especie sucursal de la anterior familia que en una familia que está iniciando un nuevo camino.

Aquí son los padres quienes necesitan aprender el sencillo mensaje que leemos en la Biblia: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?” (Mt 19,4-5).

Los hijos no son para estar siempre bajo la custodia de sus padres, ni la nueva casa es una especie de nido a proteger a toda costa. Más bien, hay que entender que la hija o el hijo acaban de iniciar un nuevo camino, en el que los padres pueden dar (y serán muchas veces muy útiles) consejos y recomendaciones, pero siempre con el máximo respeto y sin deseos de imposición, sobre todo porque las decisiones de un matrimonio son competencia exclusiva de los esposos, no de los suegros.

Quienes, como hijos, descubren la presencia de un padre o de una madre invasivos, han de encontrar caminos para dialogar y hacer entender que el hecho de estar en otro hogar no disminuye para nada su cariño, pero que ahora han iniciado una nueva familia: son ellos quienes ahora tienen que avanzar por el arduo y bello camino del amor como esposos y, si Dios les bendice, también como padres.

Desde luego, el trato con los propios padres debería ser llevado adelante por el propio hijo (o hija), pues no es fácil, y a veces parece violento, que el yerno (o la nuera) sea quien hable con los padres de otra parte para pedir un mayor respeto a la autonomía legítima del nuevo matrimonio.

Una tercera problemática consiste en una actitud brusca y excesiva de corte hacia los propios padres, a los que se margina casi de modo injusto y fuerte de la vida que el hijo o la hija inician a partir de su matrimonio.

Este corte brusco a veces es debido a un malsano deseo de independencia, como si el casarse fuese una especie de permiso para olvidar el cuarto mandamiento. Otras veces se llega a esta situación por presiones del cónyuge: la esposa (o el esposo) insiste una y otra vez para que la otra parte corte por completo con sus padres, a veces incluso a través de amenazas más o menos sutiles (“si los vuelves a llamar por teléfono te dejo”, etcétera).

Es triste llegar a actitudes tan negativas hacia quienes son, por designio de Dios, los propios padres. Habrán sido mejores o peores, cariñosos o exigentes (las dos cosas no se oponen entre sí, vale la pena recordarlo), ricos o pobres, instruidos o con pocos estudios. Pero son siempre los propios padres, hacia los que cualquier hijo tiene una enorme deuda de gratitud y una serie de obligaciones que no desaparecen después del día del matrimonio.

Para no llegar a este extremo del abandono o de la marginación de los padres, vale la pena recordar los consejos de la Biblia: “Escucha a tu padre, que él te engendró, y no desprecies a tu madre por ser vieja” (Prov 23,22). “Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor” (Si 3,12-13).

Se podrían añadir aquí otros casos y circunstancias. Pensemos, por ejemplo, en lo que ocurre si los padres de él (o de ella) están en la misma ciudad de los esposos, mientras que los otros padres están más o menos lejos. O en el caso de hostilidad de los suegros hacia él o hacia ella porque nunca acaban de aceptar que su hijo se haya casado con tal persona. O en el caso de enfermedades que exigen un cuidado continuo hacia el padre o la madre y ponen en peligro la convivencia esponsal si la otra parte se siente marginada a causa de esta situación.

En cualquier caso, en medio de circunstancias más o menos difíciles, los esposos católicos pueden recurrir a la gran ayuda de la oración para abrirse a Dios, para pedir fuerzas y luz, para dejarse aconsejar. Además, como ya dijimos al inicio, es muy importante un diálogo de pareja franco y sereno sobre lo que cada uno siente y lleva en su corazón respecto de sus propios padres y respeto de los padres del esposo o de la esposa.

No hemos de dejar de lado un camino de santificación que consiste en ceder, en lo que sea legítimo y justo, respecto de los propios deseos y “derechos” para condescender con el esposo o la esposa que viven todavía una mayor dependiente de los propios padres.

Se trata de ceder en cosas que sean honestas, no en aspectos esenciales de la vocación al matrimonio que exige a los esposos amarse mutuamente. Si se vive así, será posible llegar a esa perfección que consiste en darse por entero el uno al otro, según el ejemplo de Cristo, que amó a la Iglesia y dio su propia vida por ella (cf. Ef 5, 22-33).

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