(ZENIT – Madrid).- Hoy se celebra la festividad de los santos arcángeles Gabriel, Miguel y Rafael. Y junto a otros santos y beatos, la vida de Francesc, uno de los mártires de la fe que cayeron en el transcurso de la trágica contienda española de 1936. Como todos los que sucumbieron en ella, tenía sus anhelos particulares, sueños que se vieron truncados de la noche a la mañana. Era un joven de su tiempo, ejemplar, atractivo, brillante ingeniero químico, con un proyecto de vida en común fraguado con su novia Mariona, sustentado en una vida espiritual sólida. Miraba a su alrededor con los ojos de Cristo y ese fue el legado más preciado que nos ha dejado a todos.
Nació en Alicante, España, el 10 de abril de 1914. Era el benjamín de tres hermanos; único varón. Dios había escuchado los ruegos de Teresa, su madre, que pedía un hijo «guapo y santo». Quedó huérfano de padre al poco tiempo de nacer, y Teresa se instaló con sus tres vástagos en Lérida. Ocho años más tarde, su actividad laboral como maestra de escuela, una vez ganadas las oposiciones condujo a todos a diversas localidades hasta que en el otoño de 1923 se establecieron en Juneda y allí hizo Francesc su primera comunión en 1924. Estudió con los maristas de Lérida en régimen de internado, y no perdía ocasión para hacer todo el bien posible a su alrededor. No era un joven pusilánime, precisamente, aunque su fuerte carácter iba quedando neutralizado con la educación y formación que recibía. Era muy devoto de la Eucaristía y de la Virgen María; los tres hermanos la tomaron por Madre, a iniciativa de Francesc, cuando murió Teresa en 1929 a consecuencia de una enfermedad que no fue tratada convenientemente.
Acogidos y ayudados económicamente por una tía paterna, Francesc, que mostraba interesantes aptitudes para la física y la química, pudo iniciar la carrera universitaria. Por mediación del padre Calaf, un jesuita amigo de su tía, obtuvo una beca que le permitió cursar estudios de química en la localidad barcelonesa de Sarrià. Otro jesuita, el padre Galant, le ayudó a superar la profunda crisis humana y espiritual que sufrió en esa época. El carisma ignaciano con los ejercicios espirituales apaciguó su angustia y le fortaleció. A partir de entonces se comprometió con pautas de vida que sostuvo con firmeza hasta el fin de sus días; entre otras acciones incluía la recepción periódica de los sacramentos. Se afilió a la Congregación Mariana y dentro de ella realizó una actividad apostólica ejemplar. En él se aunaban visión, oración y experiencia. Sabía cómo se conquistan las vocaciones: «Las almas hemos de ganarlas con esfuerzo y oración», y cuál es el «espacio» en el que debe moverse el apóstol: «En el apostolado no os tiente nunca ni la silla cómoda, ni la cosa fácil. Sed personas de alpargata».
En 1932 ingresó en la «Federació de Joves Cristians de Catalunya». Un año antes se había proclamado la Segunda República, y los ánimos estaban encrespados. Mientras, y por sugerencia del padre Galant, se trasladó a Oviedo para terminar su carrera; se licenció en Química en 1934. Al año siguiente fue contratado como ingeniero químico en la empresa CROSS de Lérida. Y se volcó con los pobres del barrio del Canyeret; daba clases a los obreros y ayudaba a sus propios compañeros de trabajo. Enamorado de Mariona Pelegrí, una joven piadosa de familia creyente y comprometida, los jóvenes se prometieron formalmente en mayo de 1936. Ella formaba parte de la Acción Católica y Francesc la secundó.
Reclutado en el ejército el 1º de julio de ese año como soldado de complemento, el 20 su fe católica le llevó a la cárcel del castillo de Lérida. No llegó a cumplir dos meses de reclusión cuando el 12 de septiembre lo trasladaron a la cárcel provincial. El 29 no se arredró ante el tribunal popular ad casum, que sin rigor alguno, determinado a cumplir la sentencia de muerte ya fraguada de antemano, quiso conocer la filiación religiosa del beato. «¡Sí, soy católico!», confirmó respondiendo con firmeza y claridad, humilde al mismo tiempo, acogiendo con sencillez el gesto bronco y desafiante de sus interlocutores, sin juzgar tan execrable conducta, llevado por el perdón. Mientras aguardaba el cumplimento de la pena impuesta en la improvisada cárcel del ayuntamiento, animaba a sus compañeros. Inmediatamente escribió a su novia, a sus hermanas y al padre Galant.
Fragmentos de las cartas ponen de relieve su altura humana y espiritual. A su novia le dijo: «Me pasa una cosa extraña: no puedo sentir ninguna pena por mi suerte. Una alegría interna, intensa, fuerte me embarga. Quisiera escribirte una carta triste de despedida, pero no puedo. Estoy rodeado de ideas alegres como un presentimiento de la gloria…». A sus hermanas: «Acaban de leerme la pena de muerte y nunca he estado más tranquilo que ahora […]. La Providencia de Dios ha querido escogerme como víctima de los errores y de nuestros pecados. Yo voy con gusto y tranquilo a la muerte. Nunca como ahora tendré tantas probabilidades de salvación. Ya se ha acabado mi misión en esta vida, ofrezco a Dios los sufrimientos de esta hora». Al padre Galant: «Le escribo estas letras estando condenado a muerte y faltando unas horas para ser fusilado. Estoy tranquilo y contento, muy contento. Espero poder estar en la gloría dentro de poco rato. Renuncio a los lazos y placeres que puede darme el mundo y al cariño de los míos. Doy gracias a Dios porque me da una muerte con muchas probabilidades de salvarme». Cuando estas cartas llegaron a Pío XI las leyó sin poder contener la emoción; no fue capaz de desprenderse de ellas. Consideró que tales misivas cursadas por un hijo como Francesc «correspondía al padre guardarlas».
El beato y los seis condenados dieron gozoso testimonio de su fe, con esperanza y valentía, entonando el credo mientras iban camino de su sepultura. La madrugada del 29 de septiembre cobardes fusiles terminaron con su vida en el umbral del cementerio. Juan Pablo II beatificó a Francesc el 11 de marzo de 2001.
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