Monseñor Enrique Díaz Díaz: “Enséñanos a orar”

Génesis 18, 20-32: “No se enfade mi Señor, si sigo hablando”

 Salmo 137: “Te damos gracias de todo corazón”

Colosenses 2, 12-14: “Les dio a ustedes una vida nueva con Cristo, perdonándoles todos sus pecados”

San Lucas 11, 1-13: “Pidan y se les dará”

 

Pasa un día y otro día, la enfermedad se hace cada vez más grave. Papá y mamá están constantes junto a la cama del niño enfermo, lo reaniman y se alternan en los cuidados intensivos que requiere. Delante de él aparecen confiados y tranquilos, después en la soledad, dejan correr sus lágrimas libremente en un desahogo urgente: “Siete años tiene mi niño y desde hace tiempo le han detectado una leucemia que ahora se torna más agresiva. Los últimos días tenemos la sensación de que vamos caminando por un largo túnel de oscuridad y peligros. Ya quisiéramos ver la luz, pero las esperanzas son casi nulas”. El papá toma su cabeza entre sus manos y continúa su explicación en medio de sollozos. “¿Estará bien que yo le diga a Dios que tome mi vida en lugar de la del niño? Que lo deje vivir a él. Al fin yo ya he vivido algunos años ¿Será pecado querer cambiar la voluntad de Dios?” No, nunca será pecado dar la vida por amor. Sólo un padre o una madre pueden tener en su corazón tanto amor como para dar la vida por el hijo. Sin embargo, el amor de los padres es apenas un pálido reflejo del amor de Papá Dios.

Cuando me han preguntado cuál es la principal enseñanza que Jesús deja a sus discípulos, sin ninguna duda puedo afirmar que es su experiencia de Dios. Ciertamente no lo encontramos dando grandes explicaciones sobre su idea de Dios, ni tampoco tiene tratados sobre la divinidad, pero en todos los momentos de su vida podemos percibir que la experiencia de Dios es central y decisiva. ¿De dónde saca Jesús tanta fuerza para predicar su palabra, para sanar a los enfermos, para entregarse plenamente al servicio? Centra toda su vida y actividad en esa experiencia de Dios, padre suyo y padre de todos. Él es quien inspira su mensaje, quien lo lanza a la aventura, quien da sentido a todas sus propuestas. Es una experiencia que lo transforma y le hace vivir buscando una vida digna, fraternal y amable para todos. Esta experiencia lo empuja a liberar a todas las personas de sus miedos y esclavitudes que les impiden sentir y experimentar a Dios como Él lo siente y experimenta: padre amoroso, dador y amigo de la vida, que busca la felicidad de todos sus hijos e hijas.

Nada extraño pues que cuando los discípulos le piden les enseñe a orar recurra a su fuente interior, a lo que Él vive constantemente. De madrugada o al anochecer, en los momentos de alegría o en los momentos de dolor, Jesús se aparta a vivir en intimidad, a hacer oración, a contemplar a Dios, su Padre, en un encuentro íntimo. Y por eso le brota espontáneamente esta oración que supera todas las expectativas de la tradición judía. Es cierto que en algunos pasajes del Antiguo Testamento, se presenta a Dios como Padre, pero decirlo así, con esa cercanía, con esa inocencia infantil, con la confianza plena con Él lo llama va mucho más allá. A Jesús le gusta llamar a Dios “Padre”. Le brota de su interior sobre todo cuando quiere subrayar su bondad y compasión. Lo hace con una palabra especial: “Abbá”, “Padre mío querido”. Es la palabra que balbucean los infantes de Galilea para dirigirse a su papá y evoca todo el cariño, intimidad y confianza del pequeño con su padre, que no por cariñosa y familiar, quita el respeto y sumisión. Este Padre Bueno es un Dios cercano y Jesús quiere que también sus discípulos lo experimenten así. Tan cercano como si solamente fuera “mi papá” pero tan nuestro que me hace sentir uno con mis hermanos. “Padre” implica todo el cariño que Dios me tiene personal e individualmente, pero el añadir “nuestro”, me abre a la fraternidad. La oración no es un ritualismo, es la experiencia de intimidad con Dios y de cercanía con mis hermanos.

El Papa Francisco nos insiste sobre la importancia de esta oración. “Jesús enseña esta oración a sus discípulos, es una oración breve, con siete peticiones, número que en la Biblia significa plenitud. Es también una oración audaz, porque Jesús invita a sus discípulos a dejar atrás el miedo y a acercarse a Dios con confianza filial, llamándolo familiarmente ‘Padre’. El Padrenuestro hunde sus raíces en la realidad concreta del hombre. Nos hace pedir lo que es esencial, como el ‘pan de cada día’, porque como nos enseña Jesús, la oración no es algo separado de la vida, sino que comienza con el primer llanto de nuestra existencia humana. Está presente donde quiera que haya un hombre que tiene hambre, que llora, que lucha, que sufre y anhela una respuesta que le explique el destino”

Cuando hacemos esta oración nos introducimos en el plan de Dios donde se hace presente su Reino en medio de nosotros, donde su nombre es santificado, pero donde el pan se pide para todos los hermanos y cada día, sin acaparar ni chantajear. El Padre Nuestro vivido y orado es una escuela de santidad, de liberación y de amor. Esta experiencia de Dios como papá, sólo Cristo nos la puede enseñar. La oración a Dios como Padre, Él nos la compartió. Él es el maestro por eso necesitamos hoy también nosotros decirle: “enséñanos a orar”. Pero, a caminar se aprende caminando, a nadar se aprende nadando y a orar se aprende orando, cada día, cada momento, en toda ocasión. ¿Acaso no podemos sentirnos amados a toda hora y en todo momento por papá Dios? Hacer consciente este amor, es inicio de oración.

Padre Dios, Padre Bueno y Misericordioso, Papá, Abbá, escucha nuestra oración y concédenos la alegría de sabernos amados y escuchados, de sentirnos seguros en tus manos juntamente con nuestros hermanos. Amén

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