Nadie es demasiado en la Iglesia de Dios

Por: Cardenal Robert Sarah, prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

La duda se ha apoderado del pensamiento occidental. Tanto los intelectuales como los políticos describen la misma impresión de colapso. Ante la ruptura de la solidaridad y la desintegración de las identidades, algunos se dirigen a la Iglesia católica. Le piden que dé una razón para vivir juntos a unos individuos que han olvidado lo que les une como pueblo. Le ruegan que les proporcione un poco más de alma para hacer soportable la fría dureza de la sociedad de consumo. Cuando un sacerdote es asesinado, todo el mundo se conmueve y muchos se sienten golpeados hasta la médula.

Pero, ¿es la Iglesia capaz de responder a estas llamadas? Ciertamente ya ha desempeñado este papel de guardiana y transmisora de la civilización. En el ocaso del Imperio Romano, supo transmitir la llama que los bárbaros amenazaban con apagar. Pero, ¿sigue teniendo los medios y la voluntad de hacerlo hoy?

En la base de una civilización sólo puede haber una realidad que la supere: una invariante sagrada. Malraux lo señaló con realismo: «La naturaleza de una civilización es lo que se reúne en torno a una religión. Nuestra civilización es incapaz de construir un templo o una tumba. O se ve obligada a encontrar su valor fundamental o decaerá».

Sin un fundamento sagrado, se suprimen los límites protectores e insuperables. Un mundo totalmente profano se convierte en una vasta extensión de arenas movedizas. Todo queda tristemente abierto a los vientos de la arbitrariedad. En ausencia de la estabilidad de un fundamento que escapa al hombre, la paz y la alegría —signos de una civilización duradera— son constantemente engullidas por una sensación de precariedad. La angustia del peligro inminente es el sello de la barbarie. Sin un fundamento sagrado, todo vínculo se vuelve frágil y voluble.

Algunos piden a la Iglesia católica que desempeñe este papel de fundamento sólido. Les gustaría que asumiera una función social, es decir, que fuera un sistema coherente de valores, una matriz cultural y estética. Pero la Iglesia no tiene otra realidad sagrada que ofrecer que su fe en Jesús, Dios hecho hombre. Su único objetivo es hacer posible el encuentro de los hombres con la persona de Jesús. La enseñanza moral y dogmática, así como el patrimonio místico y litúrgico, son el escenario y el medio de este encuentro fundamental y sagrado. De este encuentro nace la civilización cristiana. La belleza y la cultura son sus frutos.

Para responder a las expectativas del mundo, la Iglesia debe, por tanto, encontrar el camino de vuelta a sí misma y retomar las palabras de San Pablo: «Porque no he querido saber nada mientras estuve con vosotros, sino a Jesucristo, y a Jesús crucificado». Debe dejar de pensar en sí misma como sustituta del humanismo o de la ecología. Estas realidades, aunque buenas y justas, no son para ella más que consecuencias de su único tesoro: la fe en Jesucristo.

Lo sagrado para la Iglesia es, pues, la cadena ininterrumpida que la une con certeza a Jesús. Una cadena de fe sin rupturas ni contradicciones, una cadena de oración y liturgia sin rupturas ni desmentidos. Sin esta continuidad radical, ¿qué credibilidad podría seguir reclamando la Iglesia? En ella no hay vuelta atrás, sino un desarrollo orgánico y continuo que llamamos tradición viva. Lo sagrado no se puede decretar, se recibe de Dios y se transmite.

Sin duda esta es la razón por la que Benedicto XVI pudo afirmar con autoridad: «En la historia de la liturgia hay crecimiento y progreso, pero no ruptura. Lo que las generaciones anteriores consideraban sagrado, sigue siendo sagrado y grandioso también para nosotros, y no puede ser de repente totalmente prohibido o incluso considerado perjudicial. Nos corresponde a todos preservar las riquezas que se han desarrollado en la fe y la oración de la Iglesia y darles el lugar que les corresponde». En un momento en el que algunos teólogos pretenden reabrir las guerras litúrgicas enfrentando el misal revisado por el Concilio de Trento con el que se utiliza desde 1970, es urgente recordarlo. Si la Iglesia no es capaz de preservar la continuidad pacífica de su vínculo con Cristo, no podrá ofrecer al mundo «lo sagrado que une a las almas», según las palabras de Goethe.

Más allá de la disputa por los ritos, está en juego la credibilidad de la Iglesia. Si ella afirma la continuidad entre lo que comúnmente se llama la Misa de San Pío V y la Misa de Pablo VI, entonces la Iglesia debe ser capaz de organizar su cohabitación pacífica y su enriquecimiento mutuo. Si se excluyera radicalmente una en favor de la otra, si se declararan irreconciliables, se reconocería implícitamente una ruptura y un cambio de orientación. Pero entonces la Iglesia ya no podría ofrecer al mundo esa continuidad sagrada, que es la única que puede darle la paz. Al mantener viva una guerra litúrgica en su interior, la Iglesia pierde su credibilidad y se vuelve sorda a la llamada de los hombres. La paz litúrgica es el signo de la paz que la Iglesia puede aportar al mundo.

Lo que está en juego es, pues, mucho más grave que una simple cuestión de disciplina. Si pretendiera dar marcha atrás en su fe o en su liturgia, ¿en nombre de qué se atrevería la Iglesia a dirigirse al mundo? Su única legitimidad es la coherencia de su continuidad.

Si además los obispos, encargados de la cohabitación y del enriquecimiento mutuo de las dos formas litúrgicas, no ejercen su autoridad en este sentido, corren el riesgo de no aparecer ya como pastores, guardianes de la fe que han recibido y de las ovejas que les han sido confiadas, sino como dirigentes políticos: comisarios de la ideología del momento más que guardianes de la tradición perenne. Se arriesgan a perder la confianza de los hombres de buena voluntad.

Un padre no puede introducir la desconfianza y la división entre sus hijos fieles. No puede humillar a unos enfrentándolos a otros. No puede condenar al ostracismo a algunos de sus sacerdotes. La paz y la unidad que la Iglesia pretende ofrecer al mundo deben vivirse primero dentro de la Iglesia.

En materia litúrgica, ni la violencia pastoral ni la ideología partidista han dado nunca frutos de unidad. El sufrimiento de los fieles y las expectativas del mundo son demasiado grandes para meterse en esos caminos sin salida. ¡Nadie es demasiado en la Iglesia de Dios!

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