Por: Joaquín García-Huidobro (del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes, Chile)
(ZENIT News Agency / Santiago de Chile, 27.08.2021).- El tranquilo verano del Vaticano ha sido agitado por una noticia que ha ocupado la atención de los principales diarios del Viejo Mundo: “El martillo litúrgico del Papa”, tituló el Frankfurter Allgemeine Zeitung en un reportaje sobre un asunto delicado para los católicos: el de la forma de celebrar la Misa, que ha sido objeto del Motu Proprio Traditionis Custodes, del Papa Francisco. Las polémicas que ha suscitado, particularmente en Europa y los Estados Unidos, apuntan a materias profundas. Como se sabe, el Vaticano II dice que la Misa es el “centro y raíz” de la vida del sacerdote (Presbyterorum Ordinis, n. 14), pero esto debería valer para cualquier católico, de modo que la forma de celebrarla no puede resultar indiferente para alguien que se tome en serio su fe.
En el Evangelio, Jesús recurre a la imagen de la semilla de mostaza que se transforma en un árbol frondoso para ilustrar el desarrollo futuro de la Iglesia. Es evidente que aquello que hoy vemos en la institución eclesiástica no es, en cuanto a los signos visibles, lo mismo que la pequeña reunión del Maestro con sus discípulos en el Cenáculo, la noche de la Última Cena. Pero si alguien pretendiera organizar una Iglesia que fuera y permaneciera solo como semilla, no estaría siendo fiel ni a la letra ni al espíritu evangélicos. Otro tanto vale para la forma de participar en aquello que los primeros cristianos llamaban “la fracción del pan”.
El modo de celebrar la liturgia se fue forjando a lo largo de los siglos. Resulta conmovedor leer, por ejemplo, las palabras de San Justino al emperador Antonino Pío, en el año 155, donde le describe, de una forma comprensible para un pagano, qué realizan los cristianos el “día del Sol” (domingo): habla de las lecturas, la homilía, la presentación de los dones, la plegaria eucarística y la comunión:
a este alimento lo llamamos Eucaristía. A nadie le es lícito participar si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no los tomamos como pan o bebida comunes […], nos han enseñado que esta comida […] es la Carne y la Sangre del mismo Jesús encarnado.
Allí están todos los elementos que encontramos en nuestra Misa, pero no cabe duda de que la formación de los textos concretos que hoy lee el sacerdote obedeció a un proceso lento, parecido a la evolución de la semilla que se transforma en árbol. Este proceso no está exento de tensiones: así, ¿cómo mostrar visiblemente que estamos en presencia de una acción sagrada sin que esas expresiones externas ahoguen la realidad que buscan expresar? Los hombres somos seres corporales, necesitamos ver, oír, tocar, pero es necesario que esas realidades visibles expresen y no oculten los misterios invisibles. Además, la Misa es banquete (sacrum convivium) y sacrificio a la vez, pero muchas veces se ha resaltado un aspecto en perjuicio del otro. ¿Cómo conseguir que una dimensión no oscurezca el acceso a la otra? Por otra parte, los fieles han de participar y no ser meros espectadores, pero el papel del sacerdote en la celebración eucarística es insustituible. Sería una ingenuidad pensar que estas tensiones resultan fáciles de resolver y que no exigen una atenta preocupación de la autoridad eclesiástica para evitar desviaciones en uno u otro sentido.
La liturgia no es un tema más entre muchos otros. Lex orandi, lex credendi: el modo en que se reza influye decisivamente en los contenidos de aquello que se cree. Por eso, una liturgia inapropiada termina por afectar la comprensión de las verdades en que creemos. Y al revés: si falta la fe, que es lo fundamental, no se podrá entender el significado de la liturgia. La crisis de fe, la crisis moral y la crisis litúrgica que ha afectado a los católicos en el último medio siglo están más conectadas de lo que podría parecer a primera vista.
La liturgia es acción divina, pero también obra humana. Es una intervención de Dios en la historia, donde se somete a la lógica de la Encarnación. Esto se observa hasta en algo tan básico como el hecho de que se expresa en un lenguaje humano. Así, las palabras de la consagración se pronunciaron en arameo; luego, la Iglesia utilizó el griego –el idioma en que se escribieron los Evangelios, inspirados por Dios–, y posteriormente pasó al latín.
Con el correr de los siglos se desarrollaron diversas tradiciones litúrgicas, tanto en Oriente como en Occidente. Muchas de ellas se remontan a los primeros tiempos del cristianismo, pero también surgieron formas nuevas. Por eso, en el siglo XVI, tras el Concilio de Trento, Pío V puso orden, prohibió las fórmulas que no gozaran de una venerable antigüedad y puso en un lugar central a la liturgia romana. Hablar de “la Misa de Pío V” se presta a equívocos, pues la fórmula que eligió no fue un invento de ese Papa, sino que era ya entonces muy antigua.
Con todo, durante los siglos siguientes sucedió un fenómeno en materia litúrgica que Joseph Ratzinger describió con una imagen muy gráfica: la de un hermoso fresco que, con el paso de los siglos, resulta afectado por el humo de las velas y otras adherencias que llevan a que se pierdan o difuminen los colores originales. Así, ya en el siglo XIX, el llamado movimiento litúrgico hizo ver estas deficiencias y la necesidad, por ejemplo, de una participación más activa de los fieles en la Misa, pues ellos no se asemejan a los espectadores de una obra teatral. A partir de su elección en 1903, san Pío X promovió la comunión frecuente, el mayor uso del canto gregoriano y tomó distintas medidas en esa dirección: lo mismo hizo después Pío XII, con diversas reformas litúrgicas (1951 y 1955), concretamente en la celebración de la Semana Santa y la Vigilia Pascual, en un proceso que derivó en el Misal aprobado por san Juan XXIII en 1962.
No es casual, entonces, que el primer documento del Vaticano II, aprobado por una amplísima mayoría de los obispos (2162 contra 46), fuera precisamente Sacrosantum Concilium, sobre la necesidad de una reforma litúrgica. Este proceso derivó en el llamado Misal de san Pablo VI (1970). El Concilio establece que, aunque en los ritos vigentes en Occidente “se conservará la lengua latina”, en las Misas con pueblo “se le podrá dar mayor cabida” a la lengua vernácula (n. 36), aunque pide que se procure que los fieles sean capaces de recitar en latín las partes de la Misa que les corresponde (n. 54). Al mismo tiempo, promueve que los fieles “participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada” y no “como extraños y mudos espectadores” (n. 48) y reciban de modo más amplio “los tesoros de la Biblia” (n. 50).
Todo en este documento es muy matizado. Con todo, la puesta en marcha de esta reforma fue particularmente problemática por dos razones. La primera y más evidente fueron los abusos litúrgicos. En tono con la mentalidad de los sesenta, surgió la idea de “originalidad litúrgica”, una contradicción en los términos, porque el valor de la liturgia se funda en que expresa una fe universalmente compartida y no las particulares ocurrencias individuales. Así, en muchos casos, se perdió esa unidad en la celebración que es un fundamento de la unidad misma de la Iglesia. Ninguna reforma es sencilla y menos esta: como advirtió el propio Ratzinger, en la tarea de limpiar esa obra de arte y despojarla de adherencias se corre el riesgo de quitar trozos de pintura. En diversos países la situación ha mejorado, pero los espectáculos litúrgicos que vi en mi infancia son indescriptibles y en buena medida explican la reacción de ciertos grupos.
El segundo problema fue el de cómo tratar el caso de quienes estaban muy acostumbrados a las formas hasta entonces vigentes, y no se sentían cómodos con las nuevas expresiones litúrgicas. Entre ellos había una gran variedad de posturas, que iban desde quienes reconocían la legitimidad del Vaticano II y su reforma, aunque preferían el rito precedente, hasta quienes decían que era inaceptable y que significaba una “protestantización” de la Misa. De ahí surgió el cisma del obispo Marcel Lefevre (1988), un movimiento que ha tenido a la liturgia como una bandera de lucha fundamental.
Los papas siguientes dieron diversos pasos destinados a enfrentar ambos problemas, que terminaron en el acto en que Benedicto XVI concedió en 2007 un amplio permiso para emplear en la Misa la forma extraordinaria, es decir, la vigente en el Misal de 1962. Puso como condición que quienes recurrían a este rito debían reconocer la validez de las reformas del Vaticano II. Obviamente este es un punto clave.
Lamentablemente, no se consiguieron todos los efectos previstos. Los lefevristas, como conjunto, no volvieron a la comunión con Roma, aunque algunas personas que dudaban decidieron permanecer en la plena comunión con la Iglesia; quienes se acogieron a estos permisos fueron vistos muchas veces (o, en algunos casos, ellos mismos se comportaron) como un cuerpo extraño en la vida de la Iglesia, y en estos años ha crecido la desunión. Mientras algunos grupos acogieron con gratitud la posibilidad que se les daba y reforzaron su unión con los últimos papas, otros católicos han sido particularmente críticos del pontificado de Francisco, en una reacción que tiene muchos aspectos paradójicos. En efecto, no faltan católicos que emplean contra Amoris Laetitia los mismos argumentos para criticar lo que llaman “obediencialismo” que otros católicos “progresistas” han utilizado por años para rechazar la Humanae Vitae.
Todo esto es muy triste, porque mientras la secularización avanza, las divisiones cunden en la Iglesia. Las posiciones se han endurecido. Se habla de la “Misa verdadera” o incluso de la “verdadera Iglesia”. Como se ve, algo muy profundo está en juego. La Misa, instrumento de comunión, se ha constituido en piedra de escándalo y con frecuencia hemos asistido a una auténtica guerra de los misales.
La misma estrategia pastoral del Papa Francisco ha sido mal entendida por algunos. Su empeño por acercarse al hijo pródigo se entiende como un desprecio al hermano mayor, aquel hijo que siempre ha permanecido en la casa paterna y ha cumplido con sus deberes. Esta actitud puede ser muy peligrosa, porque: ¿quién puede decir que ha estado a la altura de las hermosas pero elevadas exigencias de nuestra fe? ¿Quién puede desconocer que ha de desempeñar muchas veces el papel del hijo pródigo, porque ha dilapidado la herencia evangélica, al contradecir el mandamiento de la caridad, y al poner obstáculos al imperioso llamado de Jesús, que pide al Padre por la unidad de sus discípulos? Parece cumplirse a la letra el lamento de san Pablo: “Todos buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús” (Fil 2, 21).
Por desgracia, no faltan los católicos que esperan papas a su medida: los hay de Pío XII, de Juan Pablo, de Benedicto o de Francisco. Este espíritu partidista significa no entender que el papel del Romano Pontífice en la Iglesia es muy distinto al del presidente o un primer ministro en la sociedad política.
Así las cosas, después de una extendida consulta a los obispos acerca de los frutos de las normas dictadas que permitían una amplia celebración de la Misa según el Misal de 1962, el Papa ha constatado con decepción que no han sido los esperados. Lo que debía mover a la unidad se ha usado como pretexto para una mayor división.
La decisión que acaba de tomar en Traditionis Custodes es drástica: se revocan los permisos vigentes y, de ahora en adelante, solo se podrá celebrar la Misa según el modo extraordinario con permiso expreso del obispo y sujeto a condiciones muy estrictas. De más está decir que esta decisión no tiene nada que ver con una supuesta prohibición del uso del latín en la liturgia, según ha entendido cierta prensa de modo simplista. No se trata aquí de un debate sobre idiomas (de hecho, el Papa emplea el latín con cierta frecuencia), sino sobre el peligro de que, con el pretexto de constituir la “verdadera Iglesia”, algunos rompan la unidad con el sucesor de Pedro y el Vaticano II.
Evidentemente, los abusos no son patrimonio de un grupo determinado de fieles: “Me duelen por igual los abusos de una parte y de otra en la celebración de la liturgia”, dice el Papa. Pero su decisión ha sido interpretada por un buen número de personas como la aplicación de medidas distintas a unos y otros: tolerancia para los que promueven una liturgia caótica, se dice, y un puño de hierro para los fieles más tradicionales. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas: las extravagancias litúrgicas son chocantes, se advierten a primera vista, y es tarea inmediata de los obispos ponerles remedio; pero la negación del valor del Vaticano II y su reforma litúrgica afecta la unidad de la Iglesia en un nivel muy profundo, que debe ser abordado directamente por el Papa. Si eso es así, la reacción de Francisco resulta muy comprensible.
Subsisten, con todo, dos problemas: ¿qué sucede con aquellos fieles, no pocos, que no se oponen a la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, sino que simplemente desean participar de la Misa según la forma vigente en el Misal de 1962? Pareciera que están pagando justos por pecadores. La segunda es: ¿cómo se comportarán los obispos a la hora de entregar estos permisos que ahora pasan a ser excepcionales?
Pienso que ambas preguntas están muy conectadas y que los pastores deben discernir si en esos grupos de fieles existe un sentido de unidad ante las disposiciones de la Iglesia o si simplemente se apegan a una particularidad que, como tal, es ajena al espíritu católico –es decir, universal– de la Iglesia. El Papa señala que todos los fieles deben aprender a descubrir en el Misal vigente la continuidad con una tradición de siglos, particularmente en el uso del llamado canon romano:
Quienes deseen celebrar con devoción según la forma litúrgica anterior no encontrarán dificultad en encontrar en el Misal Romano, reformado según la mente del Concilio Vaticano II, todos los elementos del Rito Romano, especialmente el canon romano, que es uno de sus elementos más característico [1].
Aquí de nuevo la actitud de los obispos es decisiva para que el deseo papal se haga realidad. Es verdad que, si uno examina el Misal vigente puede encontrar esa continuidad, especialmente cuando en la Misa se utiliza el mencionado canon romano, pero también uno puede preguntarse: “¿Cuántas veces me he encontrado con un sacerdote que emplee ese canon en la celebración eucarística?”.
Ciertamente toma un poco más de tiempo, pero el ahorro de tres o cuatro minutos no debería ser, de ordinario, un argumento muy relevante para un católico que sea consciente de la petición que Francisco hace a los obispos en orden a promover “que cada liturgia se celebre con decoro y fidelidad a los libros litúrgicos promulgados tras el Concilio Vaticano II, sin excentricidades”. Una vez más el Papa pone a los obispos antes sus graves responsabilidades. Me parece que se les pide ese hacerse todo para todos del que hablaba san Pablo (1Cor 9, 22) y que esa actitud nos ahorraría muchos problemas.
En este contexto, resulta ineludible preguntarse: ¿qué buscan esas personas, muchas de ellas jóvenes, cuando recurren a las formas litúrgicas del Misal de 1962? ¿Es la suya una simple nostalgia estética o indica algo más profundo? Y si es así, ¿por qué no lo encuentran en las celebraciones que tienen lugar los domingos en sus parroquias? ¿Qué podría hacerse para que, de acuerdo con el deseo del Papa, puedan descubrir en la Misa que se celebra de acuerdo con el Misal reformado ese sentido de trascendencia que andan buscando? ¿No estará el obstáculo, no en los textos litúrgicos mismos, sino precisamente en el desprecio por ellos, que termina por hacer irreconocible el propósito del Concilio Vaticano II? Hay aquí cuestiones muy evidentes que resolver, comenzando por la necesidad de superar la fobia que muestran algunos eclesiásticos al latín. Otras son de más difícil solución, pero es necesario afrontarlas para que el deseo del Papa se haga realidad y de modo natural se vea cómo el Misal del Vaticano II constituye la lex orandi del rito romano.
Problemas como estos, en definitiva, no pueden ser resueltos con mentalidades de partido o criterios puramente humanos. Ya el viejo Aristóteles advertía que hay cosas que no admiten la exactitud de las matemáticas, y las soluciones que han dado los papas muestran, precisamente en su variedad, que ellas no son las únicas posibles. Pero si en alguna materia debe reconocerse la importancia de que haya una autoridad suprema en la Iglesia es esta. Y no es válido, para desobedecerla, el argumento de que, en otros temas, el Papa ha tomado decisiones que a alguien no le convencen.
En suma, está claro que no somos santos, pero si ante este tipo de dificultades no nos comportamos como santos, estaremos perdidos.
Artículo originalmente publicado en la revista Humanitas.
Notas:
[1]: Se refiere a aquella plegaria eucarística que se remonta a la Antigüedad, que se empleaba como única en el Misal de 1962 y que hoy es la primera de las diversas posibilidades que tiene el sacerdote para recitar ese conjunto de oraciones, incluida la Consagración, que constituyen el corazón de la Misa.
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