(RV).- Esta semana en el programa "Tu palabra me da vida", Monseñor Fernando Chica Arellano reflexiona acerca del problema de la impaciencia, asegurando que el ser impacientes nos hace sufrir a nosotros y hacemos sufrir a los que están a nuestro alrededor, y lo hace a partir de un pasaje de la Carta de Santiago Apóstol: “Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor. Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías” (Santiago 5,7).
En el camino de la vida con frecuencia nos dejamos llevar por la impaciencia. Todos lo hemos experimentado: somos impacientes a la hora de esperar que cada persona (puede ser un hijo, mi esposa, mi novio, una alumna, un feligrés, una amiga…) recorra su propio camino; queremos que lo recorra ya y, naturalmente, tal y como yo creo oportuno. Queremos que inmediatamente haga lo que yo espero que haga, y como yo espero que lo haga. Y esto trae sufrimiento, nos hace sufrir a nosotros y, casi siempre, podemos hacer sufrir a esa persona, y llega a sufrir, a menudo hasta quebrarse, nuestra relación con ella. Así no se acompaña, así no se respeta a la persona, así no se sirve, así ni maduramos ni ayudamos a madurar.
El Espíritu Santo, siembra de Dios derramada en nuestros corazones, nos ayuda a tener presente que poner la esperanza en una persona, acompañarla, es sembrar con discreción y paciencia, sin jamás cansarnos. Del mismo modo que en el Bautismo y en la Confirmación somos ungidos por el Espíritu Santo, estamos llamados a ungir la vida de los demás con nuestra cercanía y con nuestro testimonio de fe, con nuestra oración y nuestro afecto, con nuestra disponibilidad y con nuestro respeto. Si lo hacemos de esta manera, esa unción, esa siembra, dará fruto, mucho fruto. No te preocupes del cómo ni del cuándo. Tú preocúpate de sembrar con alegría y paciencia. Dios no dejará de poner de su parte perfeccionando lo que tú has realizado, o completándolo, tal vez corrigiendo, etc.
En ocasiones, también somos impacientes en nuestro propio camino de conversión al Señor. Nos vemos frecuentemente con el corazón cerrado ante la presencia de Dios, nos cuesta dar un paso hacia adelante en el camino de la fe. Nos vemos, una y otra vez, confesándonos de lo mismo. La impaciencia nos puede llevar a considerar que no merece la pena intentar, sin desalentarnos, avanzar, profundizar o solamente iniciar el camino de la conversión.
En este sentido, viene muy bien volver a escuchar lo que dijo el Papa Francisco, refiriéndose a la invencible paciencia de Jesús: “¿Habéis pensado en la paciencia de Dios? ¿Habéis pensado también en su obstinada preocupación por los pecadores? ¡Cómo es que aún vivimos con impaciencia en relación a nosotros mismos! Nunca es demasiado tarde para convertirse, ¡nunca! Hasta el último momento: la paciencia de Dios nos espera. Recordad esa pequeña historia de Santa Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por el hombre condenado a muerte, un criminal, que no quería recibir el consuelo de la Iglesia, rechazaba al sacerdote, no lo quería: quería morir así. Y ella, en el convento, rezaba. Y cuando ese hombre estaba allí, precisamente en el momento de ser asesinado, se dirige al sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La paciencia de Dios! Y hace lo mismo también con nosotros, ¡con todos nosotros! Cuántas veces —nosotros no lo sabemos, lo sabremos en el cielo—, cuántas veces nosotros estamos ahí, ahí… a punto de caer y el Señor nos salva: nos salva porque tiene una gran paciencia con nosotros. Y esta es su misericordia. Nunca es tarde para convertirnos, pero es urgente, ¡es ahora! Comencemos hoy” (Angelus 28.2.2016).
El Espíritu Santo nos ayuda a descubrir tantos signos que nos muestran que Dios Padre no ha perdido la esperanza sobre nosotros. Si lees la historia de tu vida con la luz del Espíritu Santo descubrirás tantos momentos en los cuales podrás decir: “Dios ha estado ahí sosteniéndome, con su paciencia y su amor”.
Por último, podemos considerar otro aspecto de la impaciencia y es que ésta nos convierte en personas caprichosas. Así lo recordó el Papa Francisco en una de sus homilías en Santa Marta: “La persona que no tiene paciencia es una persona que no crece, que permanece en los caprichos de los niños, que no sabe tomar la vida como se presenta, y sólo sabe decir: ‘o esto o nada’. Cuando no se tiene paciencia, ésta es una de las tentaciones: convertirse en caprichosos como niños” (17 de febrero de 2014).
Pidamos la gracia del Espíritu Santo, que es el gran don de Dios. Si acogemos en nuestro interior al Espíritu Santo, llegaremos a vivir el gran regalo de ser hijos de Dios. Ante el regalo de la filiación, ante este motivo de inmensa alegría, ante este estímulo, quedan ensombrecidos todos nuestros caprichos; mejor todavía, quedan resituados y purificados todos nuestros proyectos y anhelos, de tal manera que pasamos de ser hijos impacientes y caprichosos, a hijos y hermanos agradecidos y colaboradores, desprendidos y pacientes. Pasamos de la obsesión por recibir, a la alegría de dar y darnos, sin esperar nada a cambio.
Emprendamos la marcha. Es tiempo de cambiar, porque es tiempo de amar a fondo perdido, tal y como nos ama Dios, con infinita e invencible paciencia.
(Mireia Bonilla para RV)
Publicar un comentario