Isaías 22, 19-23: “Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro”
Salmo 137: “Señor, tu amor perdura eternamente”
Romanos 11, 33-36: “Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por Él y todo está orientado hacia Él”
San Mateo 16, 13-20: “Tú eres Pedro y Yo te daré las llaves del Reino de los cielos”
Emocionada, con la mano temblorosa, se diría que con cariño, la joven arquitecta comenzó la ardua tarea de quitar capas y capas de pintura de todo tipo que ocultaban la belleza de los retablos del vetusto convento. “¿Cómo pueden ocultar una obra de arte detrás de estas plastas horribles?”. No sé si predominaba en ella la excitación del insospechado descubrimiento que surgía ante sus ojos, o la indignación por la falta de respeto y de cultura de quienes a través de los siglos habían convertido el convento en escuela, prisión, muladar y quién sabe cuántos destinos más a lo que para ella era una joya de la arquitectura y del arte. “Una obra de arte escondida en medio de un pueblo que no sabe apreciarla y la ha destruido con sus afanes de modernidad, actualización o simple respuesta a sus necesidades”. ¿Con Cristo no nos ha pasado algo semejante?
Recuerdo que cierto día, a un ciudadano de Florencia le expresaban toda la admiración por la ciudad, el arte, sus museos, la academia, etc., y él respondía con un tono de desenfado. “Los de lejos son los que les interesan esas obras. Ustedes han visitado más los museos que los que vivimos aquí” y enumeraba con indiferencia los sitios reconocidos internacionalmente pero que él nunca ha visitado. “Los tenemos aquí pero no los conocemos”. Y esta experiencia se repite en cada lugar: los que tienen la riqueza son quienes menos la aprecian. Me parece que a los católicos con Jesús nos pasa igual. Estamos tan acostumbrados a tenerlo toda la vida que no le damos ninguna importancia y no nos dejamos impactar por Él, por su vida, por su pensamiento, por su ejemplo. Pasa a ser como un vecino de toda la vida, relativamente cercano pero sin profundizar en su amistad. Lo vamos ocultando entre capas de egoísmo, indiferencia y apatía. Está con nosotros pero no lo reconocemos.
A mitad del camino de su vida pública, Jesús hace un alto para cuestionar a sus discípulos sobre el significado de su obra y su persona para cada uno de ellos. Lanza la pregunta sobre lo que opina la gente. “Juan el Bautista”, es la primera respuesta. Pero Juan, a pesar de ser un hombre valiente, coherente y honrado, no es el Mesías. “Elías, Jeremías o uno de los profetas”, son profetas, personajes que tuvieron una influencia decisiva para la historia del pueblo de Israel, pero que no son el Mesías. A Cristo se le compara, se le admira, se le ponen adjetivos, pero para saber quién es, se necesita tener una experiencia personal con Él, descubrirlo, comprometerse con Él.
De ahí surge la pregunta de Cristo para Pedro y para cada uno de nosotros. No se puede afirmar que Cristo es un profeta, que habla en nombre de Dios, y quedarse tan tranquilos, porque Cristo es el Profeta, la Palabra de Dios hecha carne, que se mete en nuestra vida, que la transforma y la cambia, que nos hace ver el mundo de forma diferente. Pero si no escuchamos la Palabra, hablaremos de ideologías y no de vivencias. Pedro afirma que Cristo es el Mesías, pero tiene que adentrarse en todo lo que significa ser “mesías” al estilo de Jesús: no viene a destruir, sino a dar vida; no viene a ser servido, sino a servir; no viene a poner en el pedestal a Israel, sino a construir la fraternidad de todos los pueblos, y esto lo hace por el camino de la pequeñez, de la entrega, de la muerte y la resurrección.
Cuando Pedro hace la preciosa confesión, que brota del corazón: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”, no se imagina todo lo que esta frase encierra; lo harán después en su reflexión las comunidades cristianas. Es Dios que, tomando carne, asume nuestra condición y comparte nuestro destino. Siendo Dios se hace uno de los nuestros para darnos vida y salvación. Él comparte nuestra vida pero quiere hacernos compartir su vida en un maravilloso intercambio. Pero si nosotros cerramos nuestro corazón, si no nos abrimos a toda la riqueza de este intercambio, nos quedaremos vacíos, a pesar de estar tan cerca de Él. Quedará sepultado detrás de imágenes más o menos hermosas, pero no la persona viva que toca, que seduce y enamora. Por eso hoy resuena para cada uno de nosotros la pregunta, al mismo tiempo amorosa y exigente, de Jesús: “y para ti ¿quién soy Yo?”. Es la pregunta del enamorado queriendo mirar el corazón de la persona amada, es un reclamo de amor. ¿Qué le respondemos al Señor? ¿Cómo es nuestra relación personal con Él? ¿Tenemos diálogo con Él, le damos tiempo, lo tomamos en serio?
Limpiar el rostro de Cristo, descubrir sus rasgos de amor, dejarse seducir por su persona y por su Reino será de vital importancia para cada uno de nosotros. Hoy es una oportunidad para retomar nuestra relación con Jesús y adentrarnos en su amor y en su proyecto. No tengamos miedo y dejémonos cuestionar sobre nuestro amor y nuestra vida. El Papa Benedicto al iniciar su Pontificado nos decía: “¡No teman! ¡Abran, más todavía, abran de par en par las puertas a Cristo!… Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada – de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera… ¡No tengan miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí: abran, abran de par en par las puertas a Cristo y encontrarán la verdadera vida”.
Dios Padre, que te has hecho presente de un modo inefable en el amor extremo que nuestro hermano Jesús ha vivido; haz que, como Él mismo quiso, viviendo su palabra, su ejemplo y su amistad, encontremos el camino hacia la realización de tu voluntad y la construcción del Reino de la Vida y del Amor. Amén.
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