Comentario a la liturgia dominical: XI domingo del tiempo ordinario

Por: P. Antonio Rivero, L.C.

Domingo 11 del Tiempo Ordinario
Ciclo B
Textos: Ez 17, 22-24; 2 Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34
Idea principal: El Reino de Dios es como una planta.

Síntesis del mensaje: Este Reino como planta comienza primero como sencilla semilla el día de nuestro bautismo. Viene el tallo débil. Con el agua y el sol de la gracia y de los sacramentos, esa planta crece y se convierte en árbol con hojas, flor y fruto. Y nos da sombra y nos alimenta. No sólo a nosotros, sino también a quienes están cerca de nosotros.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, ese Reino de Dios comenzó humilde con doce hombres débiles. Jesús plantó esa semilla en el interior de esos hombres pescadores. Fue regando esa semilla con el agua de su Palabra y con el abono y nutriente de su sangre. Y ese Reino iba creciendo en la mente, en el corazón y en la voluntad de los apóstoles. ¡En tres años de vida pública cuánto cambio en esos pobres y sencillos hombres!

Su mente hecha sólo de categorías humanas –pesca, impuestos, ambiciones, fanatismos- fue  abriéndose a la dimensión transcendente: pesca de hombres, impuestos compartidos, ambiciones convertidas en espíritu de servicio, y fanatismos, en apertura y respeto por todos. Su corazón que estaba circunscrito al grupo de sus familiares y amigos fue dilatándose y abriendo a otras culturas a las que también estaba destinada esa semilla del Reino de Cristo. Y cada uno de los apóstoles fue a evangelizar por estos pueblos de Dios con una voluntad de hierro. En el año 150 pudo decir Tertuliano:

“Somos de ayer y llenamos el mundo”. Y el huracán llamado Saulo de Tarso que viajó por Asia, Grecia, Roma…fundando comunidades eclesiales y llevando el polen de esa planta del Reino, aunque esto le supusiera hambres, cárcel, torturas, naufragios y peligros sin fin.

En segundo lugar, ese Reino de Dios fue creciendo y extendiendo sus ramas allá donde le permitían, llegando a lugares insospechados donde había imperios imponentes con árboles añosos y culturas bimilenarias, pero donde faltaba la savia divina y evangélica. Y así ese primer grupo de pescadores fue expandiéndose por el mundo, formando la Iglesia. Iglesia que es el fruto de la muerte de Cristo, regada con su agua, vivificada con su sangre; agua y sangre que brotaron de su costado abierto.

Los apóstoles, después de Pentecostés salieron y extendieron sus ramos, haciéndose árbol frondoso, donde muchos de sus frutos fueron comidos por las fieras, otros pisoteados, burlados; y algunos fueron saboreados por almas hambrientas de paz, amor, justicia y felicidad. Y después de los apóstoles muchos misioneros, dejando sus patrias y familias, se embarcaban a mundos desconocidos, con el único imperativo interior de llevar la semilla de ese Reino de Cristo: el Nuevo Mundo de América, Asia, África y Oceanía. No fue fácil la expansión de esa semilla, de siglo en siglo.

En algunas épocas fue sofocada por la moral decadente, por el poder arbitrario de los Estados absolutistas, por las herejías que trataban de mezclar la buena semilla con cizaña, por apostasías que clamaban al cielo, por filosofías ateas, por ideologías de cuño marxista, liberal, hedonista y materialista; por grandes tempestades y huracanes que querían destruir esa semilla, y, lógicamente, apenas había espacio para germinar.

Finalmente, ese Reino de Dios quiere también crecer en cada uno de nosotros, interiormente. Para ello tenemos que dejar abierta nuestra mente para que entre y puedan cuajar los criterios evangélicos. Para ello tenemos que abrir el corazón para que esa semilla se cuele y purifique nuestros afectos limpiándolos y elevándolos con la caridad de Cristo.

Para ello tenemos que permitir que la semilla del evangelio encuentre un hueco en nuestra voluntad y provoque la revolución de la conversión del pecado a la gracia.

Para reflexionar: ¿cómo están las raíces de mi árbol cristiano, fuertes porque están alimentadas por la Palabra y la Eucaristía? ¿cómo está el tronco: firme o a punto de caer ante el primer vendaval? ¿Y las hojas: verdes o secas? ¿Estoy dando frutos sabrosos de virtudes? ¿Comparto esos frutos en mi familia, en mi trabajo, en mi parroquia, entre mis amigos? ¿Cuántos “pájaros vienen a cobijarse a la sombra de mi árbol”?

Para rezar: Señor, sigue regando y abonando con tu gracia el árbol del Reino que ha crecido en mi interior para que llegue a la madurez y dé frutos de vida eterna. Y dame fuerzas y coraje y osadía para llevar el polen de mi buen ejemplo y de mi palabra convencida y sincera a fin de que llegue a todas las extremidades de la tierra y queden fecundadas con la semilla de tu Evangelio.

Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email:

arivero@legionaries.org

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