Samaritanus Bonus: “La prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido”

(zenit – 28 sept. 2020).- “Cuando no hay nada más que hacer” para salvar una vida, todavía queda “mucho por hacer” para acompañar al final de la misma: esto es lo que se recuerda en un documento de la Santa Sede de unas veinte páginas sobre “el cuidado de personas en fases críticas y terminales de la vida”.

Presenta un claro rechazo de la eutanasia y de la lógica del “rechazo” como terapia implacable. Reflexiona sobre temas delicados como la vida prenatal y los estados reducidos de conciencia. Reafirma el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario.

Esta nueva “carta” de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el fin de la vida se titula “El buen samaritano”. Se publicó y se presentó a la prensa el martes 22 de septiembre de 2020. Fue aprobada por el Papa Francisco el 25 de junio, quien ordenó su publicación. El citado Dicasterio adoptó el texto el 29 de enero.

Samaritanus Bonus está fechada el 14 de julio, memoria litúrgica de san Camilo de Lelis (+1614), sacerdote italiano, patrón del personal de enfermería. Decía: “Mi música favorita es la que hacen los pacientes pobres cuando uno pide que le rehagan la cama, el otro que le refresque la lengua o que le caliente los pies”.

Este es el espíritu de los cuidados paliativos, cuando hay “mucho por hacer”. El documento reafirma de hecho una “ética del cuidado”, con este principio: “cuando curar es imposible, cuidar siempre lo es”.

Entre los temas generales de los primeros capítulos se puede señalar la necesidad de una “comunidad de cuidado”, la afirmación de que cuidar es “no solo curar”, y que debemos tener una “mirada contemplativa” sobre el paciente para no reducir la atención a los protocolos y la tecnología.

En primer lugar se encuentra esta reafirmación del magisterio de la Iglesia: “La prohibición de la eutanasia y del suicidio asistido”. Estos son los párrafos que lo tratan (cap.5/1),

Traducido por Raquel Anillo

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La prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido

La Iglesia, en la misión de transmitir a los fieles la gracia del Redentor y la ley santa de Dios, que ya puede percibirse en los dictados de la ley moral natural, siente el deber de intervenir para excluir una vez más toda ambigüedad en relación con el Magisterio sobre la eutanasia y el suicidio asistido, también en aquellos contextos donde las leyes nacionales han legitimado tales prácticas.

Especialmente, la difusión de los protocolos médicos aplicables a las situaciones de final de la vida, como el Do Not Resuscitate Order o el Physician Orders for Life Sustaining Treatament – con todas sus variantes según las legislaciones y contextos nacionales, inicialmente pensados como instrumentos para evitar el ensañamiento terapéutico en las fases terminales de la vida – , despierta hoy graves problemas en relación con el deber de tutelar la vida del paciente en las fases más críticas de la enfermedad. Si por una parte los médicos se sienten cada vez más vinculados a la autodeterminación expresada por el paciente en estas declaraciones, que lleva a veces a privarles de la libertad y del deber de obrar tutelando la vida allí donde podrían hacerlo, por otra parte, en algunos contextos sanitarios, preocupa el abuso denunciado ampliamente del empleo de tales protocolos con una perspectiva eutanásica, cuando ni el paciente, ni mucho menos la familia, es consultado en la decisión final. Esto sucede sobre todo en los países donde la legislación sobre el final de la vida deja hoy amplios márgenes de ambigüedad en relación con la aplicación del deber de cuidado, al introducirse en ellos la práctica de la eutanasia.

Por estas razones, la Iglesia considera que debe reafirmar como enseñanza definitiva que la eutanasia es un crimen contra la vida humana porque, con tal acto, el hombre elige causar directamente la muerte de un ser humano inocente. La definición de eutanasia no procede de la ponderación de los bienes o los valores en juego, sino de un objeto moral suficientemente especificado, es decir la elección de “una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor”.[36] “La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados”.[37] La valoración moral de la eutanasia, y de las consecuencias que se derivan, no depende, por tanto, de un balance de principios, que, según las circunstancias y los sufrimientos del paciente, podrían, según algunos, justificar la supresión de la persona enferma. El valor de la vida, la autonomía, la capacidad de decisión y la calidad de vida no están en el mismo plano.

La eutanasia, por lo tanto, es un acto intrínsecamente malo, en toda ocasión y circunstancia. En el pasado la Iglesia ya ha afirmado de manera definitiva “que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio”.[38] Toda cooperación formal o material inmediata a tal acto es un pecado grave contra la vida humana: “Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad”.[39] Por lo tanto, la eutanasia es un acto homicida que ningún fin puede legitimar y que no tolera ninguna forma de complicidad o colaboración, activa o pasiva. Aquellos que aprueban leyes sobre la eutanasia y el suicidio asistido se hacen, por lo tanto, cómplices del grave pecado que otros llevarán a cabo. Ellos son también culpables de escándalo porque tales leyes contribuyen a deformar la conciencia, también la de los fieles. [40]

La vida tiene la misma dignidad y el mismo valor para todos y cada uno: el respeto de la vida del otro es el mismo que se debe a la propia existencia. Una persona que elije con plena libertad quitarse la vida rompe su relación con Dios y con los otros y se niega a sí mismo como sujeto moral. El suicidio asistido aumenta la gravedad, porque hace partícipe a otro de la propia desesperación, induciéndolo a no dirigir la voluntad hacia el misterio de Dios, a través de la virtud moral de la esperanza, y como consecuencia a no reconocer el verdadero valor de la vida y a romper la alianza que constituye la familia humana. Ayudar al suicida es una colaboración indebida a un acto ilícito, que contradice la relación teologal con Dios y la relación moral que une a los hombres para que compartan el don de la vida y sean coparticipes del sentido de la propia existencia.

También cuando la petición de eutanasia nace de una angustia y de una desesperación,[41] y “aunque en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia – aunque fuera incluso de buena fe – no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible”.[42] Dígase lo mismo para el suicidio asistido. Tales prácticas no son nunca una ayuda auténtica al enfermo, sino una ayuda a morir.

Se trata, por tanto, de una elección siempre incorrecta: “El personal médico y los otros agentes sanitarios – fieles a la tarea de ‘estar siempre al servicio de la vida y de asistirla hasta el final – no pueden prestarse a ninguna práctica eutanásica ni siquiera a petición del interesado, y mucho menos de sus familiares. No existe, en efecto, un derecho a disponer arbitrariamente de la propia vida, por lo que ningún agente sanitario puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente”.[43]

Es por esto que la eutanasia y el suicidio asistido son siempre un fracaso de quienes los teorizan, de quienes los deciden y de quienes los practican.[44]

Son gravemente injustas, por tanto, las leyes que legalizan la eutanasia o aquellas que justifican el suicidio y la ayuda al mismo, por el falso derecho de elegir una muerte definida inapropiadamente digna solo porque ha sido elegida.[45] Tales leyes golpean el fundamento del orden jurídico: el derecho a la vida, que sostiene todo otro derecho, incluido el ejercicio de la libertad humana. La existencia de estas leyes hiere profundamente las relaciones humanas, la justicia y amenazan la confianza mutua entre los hombres. Los ordenamientos jurídicos que han legitimado el suicidio asistido y la eutanasia muestran, además, una evidente degeneración de este fenómeno social. El Papa Francisco recuerda que “el contexto sociocultural actual está erosionando progresivamente la conciencia de lo que hace que la vida humana sea preciosa. De hecho, la vida se valora cada vez más por su eficiencia y utilidad, hasta el punto de considerar como ‘vidas descartadas’ o ‘vidas indignas’ las que no se ajustan a este criterio. En esta situación de pérdida de los valores auténticos, se resquebrajan también los deberes inderogables de solidaridad y fraternidad humana y cristiana. En realidad, una sociedad se merece la calificación de ‘civil’ si desarrolla los anticuerpos contra la cultura del descarte; si reconoce el valor intangible de la vida humana; si la solidaridad se practica activamente y se salvaguarda como fundamento de la convivencia”.[46] En algunos países del mundo, decenas de miles de personas ya han muerto por eutanasia, muchas de ellas porque se quejaban de sufrimientos psicológicos o depresión. Son frecuentes los abusos denunciados por los mismos médicos sobre la supresión de la vida de personas que jamás habrían deseado para sí la aplicación de la eutanasia. De hecho, la petición de la muerte en muchos casos es un síntoma mismo de la enfermedad, agravado por el aislamiento y por el desánimo. La Iglesia ve en esta dificultad una ocasión para la purificación espiritual, que profundiza la esperanza, haciendo que se convierta en verdaderamente teologal, focalizada en Dios, y solo en Dios.

Más bien, en lugar de complacerse en una falsa condescendencia, el cristiano debe ofrecer al enfermo la ayuda indispensable para salir de su desesperación. El mandamiento “no matarás” (Ex 20, 13; Dt 5, 17), de hecho, es un sí a la vida, de la cual Dios se hace garante: “se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo”.[47] El cristiano, por tanto, sabe que la vida terrena no es el valor supremo. La felicidad última está en el cielo. Así, el cristiano no pretenderá que la vida física continúe cuando la muerte está cerca. El cristiano ayudará al moribundo a liberarse de la desesperación y a poner su esperanza en Dios.

Desde la perspectiva clínica, los factores que más determinan la petición de eutanasia y suicidio asistido son: el dolor no gestionado y la falta de esperanza, humana y teologal, inducida también por una atención, humana, psicológica y espiritual a menudo inadecuada por parte de quien se hace cargo del enfermo.[48]

Es lo que la experiencia confirma: “las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; estas en efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros”.[49] El enfermo que se siente rodeado de una presencia amorosa, humana y cristiana, supera toda forma de depresión y no cae en la angustia de quien, en cambio, se siente solo y abandonado a su destino de sufrimiento y de muerte.

El hombre, en efecto, no vive el dolor solamente como un hecho biológico, que se gestiona para hacerlo soportable, sino como el misterio de la vulnerabilidad humana en relación con el final de la vida física, un acontecimiento difícil de aceptar, dado que la unidad de alma y cuerpo es esencial para el hombre.

Por eso, solo re-significando el acontecimiento mismo de la muerte – mediante la apertura en ella de un horizonte de vida eterna, que anuncia el destino trascendente de toda persona – el “final de la vida” se puede afrontar de una manera acorde a la dignidad humana y adecuada a aquella fatiga y sufrimiento que inevitablemente produce la sensación inminente del final. De hecho, “el sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma”.[50] Y este sufrimiento, con ayuda de la gracia, puede ser animado desde dentro con la caridad divina, como en el caso del sufrimiento de Cristo en la Cruz.

Por eso, la actitud de quien atiende a una persona afectada por una enfermedad crónica o en la fase terminal de la vida, debe ser aquella de “saber estar, velar con quien sufre la angustia del morir, “consolar”, o sea de ser-con en la soledad, de ser co-presencia que abre a la esperanza.[51] Mediante la fe y la caridad expresadas en la intimidad del alma la persona que cuida es capaz de sufrir el dolor del otro y de abrirse a una relación personal con el débil que amplía los horizontes de la vida más allá del acontecimiento de la muerte, transformándose así en una presencia llena de esperanza.

“Llorad con los que lloran” (Rm 12, 15), porque es feliz quien tiene compasión hasta llorar con los otros (cfr. Mt 5, 4). En esta relación, en la que se da la posibilidad de amar, el sufrimiento se llena de significado en el com-partir de una condición humana y con la solidaridad en el camino hacia Dios, que expresa aquella alianza radical entre los hombres[52] que les hace entrever una luz también más allá de la muerte. Ella nos hace ver el acto médico desde dentro de una alianza terapéutica entre el médico y el enfermo, unidos por el reconocimiento del valor trascendente de la vida y del sentido místico del sufrimiento. Esta alianza es la luz para comprender el buen obrar médico, superando la visión individualista y utilitarista hoy predominante.

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