Cuarto domingo de Adviento: “El brillo de la venida de Dios al mundo”

(zenit – 20 dic. 2020).- La liturgia de este cuarto domingo de Adviento se centra en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo en el seno de María. Dios se encarna a través de Jesús para morir por nosotros y poder así posibilitarnos alcanzar la gloria de la Resurrección.

Dentro de tan solo cuatro días, el 24 por la noche, se celebrará la Navidad: el Nacimiento, con mayúscula, del Hijo de Dios. La inminencia de su llegada hace que este domingo, y su semana, cobren una luz muy especial: se enciende la última vela de la corona de Adviento, como ultimación de este especial tiempo de preparación para el acontecimiento –ese Nacimiento– que dará un giro radical a la vida del hombre sobre la Tierra posibilitando su salvación eterna.

Así llegamos al “zenit” de la historia de la salvación: la luz de ese sol que es al amor de Dios llega a su punto culmen enviándonos a su único hijo para nuestra redención: ¡pura obra de amor!

La permanencia –perpetua– de Jesús: la Eucaristía

Pero Jesús no nació sin más para luego morir en la cruz y ascender al Cielo, como hizo, sino que se quedó en la Eucaristía, y en cada Misa vuelve a mostrarse para quedarse. Él, el Hijo de Dios, vivifica la Iglesia de ese modo, y se entrega, muriendo –aunque sin derramamiento de sangre– en cada Eucaristía o Misa que se celebra.

Esta Navidad, este domingo, nos invita a considerar ese gran amor divino. La Eucaristía es ese sacramento que hace presente a Jesús en su totalidad: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Exactamente ese Jesús que vivió entre nosotros hace veintiún siglos, el mismo, cuyo nacimiento celebraremos en breve.

Cristo presente que se entrega, eso es la Eucaristía. Como ese Niño que nace en Belén y se entrega. Nos da su vida entera, y lo hace para que podamos entrar en comunión con Él.

Es bueno preguntarnos de vez en cuando, ante ese misterio, si cabe mayor amor que el de quien da la vida por sus amigos. La respuesta es no, y precisamente Dios se nos da, del todo, naciendo como nosotros, viviendo y muriendo como nosotros. Y lo hizo naciendo en Belén, viviendo en Nazaret y muriendo en Jerusalén; y lo hace en cada Misa que se celebra cualquier día y en cualquier lugar del mundo.

Otra alegría navideña y de siempre: María

La Navidad nos invita asimismo a reparar en esa buena madre nuestra, la madre de Jesús. En cualquier Nacimiento la encontramos pendiente de su Niño, y junto a José.

María es ejemplo de buena madre y esposa. La imaginamos siempre alegre, a pesar de las dificultades, como el hecho de no encontrar lugar para dar a luz a Jesús. Siempre pendiente de las necesidades de los demás, olvidada de sí. Siempre consciente de la misión para la que había sido elegida: ser Madre de Dios y, por ende, Madre nuestra.

Por eso, al ser madre, como cualquier madre, ansía nuestra cercanía –la de sus hijos– y se alegra o sufre con sus hijos sin cálculo alguno. Aunque cronológica o biológicamente crezcamos, sabemos que, si nuestra actitud frente a esa Madre es la del niño pequeño, preservaremos una auténtica y asequible vida de piedad. Como niños pequeños, pues, nos fijaremos en su vida para imitarla. Ella, nuestra madre educadora, ejemplo de vida que nos enseña a vivir cara a Dios y a los demás, como hizo.

No podemos olvidar ese canto maravilloso del Magnificat, que proclama de Santa María: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Todopoderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación para los que le temen”.

La cercanía con la que suele representarse a la Virgen de la cuna del Niño en el belén –si no en sus brazos– nos sugiere esa proximidad. Además, nos invita a implorar su auxilio para todo lo que necesitemos. Ella, que se encuentra en cuerpo y alma en el cielo junto al Padre y al Hijo, no puede más que escucharnos e interceder por nosotros, por lo que podamos requerir en cualquier momento. Como madre comprende nuestras debilidades, y nos anima a seguir luchando por esa virtud o aquella otra.

Gran momento, sí, la Navidad, para ahondar en nuestra condición de hijos de María. Mejor como hijos pequeños, según decíamos, y tomar buena nota de sus muchas virtudes, en especial el cariño –piedad– con que trataría a Jesús, y el olvido de sí para servir a Dios y a los demás.

Gran oportunidad esta la navideña, en definitiva, para decir muchas veces, cada vez que pasemos por un Nacimiento: ¡Jesús, José y María, con vos descanse en paz el alma mía!

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