VATICANO, 23 Ago. 17 (ACI).-
Durante la Audiencia General de este miércoles en el Vaticano, el Papa Francisco animó a los cristianos a no dejarse llevar por la nostalgia y el pesimismo, y a mirar la vida con optimismo y esperanza en el futuro.
El Santo Padre, que subrayó la promesa de la Jerusalén Celeste realizada por Jesús, pidió a los fieles congregados en el Aula Pablo VI que se pregunten si son cristianos de primavera que contemplan los brotes del nuevo mundo, o cristianos de otoño que andan por la vida con la mirada baja. “Que cada uno se responda. ¿Soy un cristiano de primavera que espera las flores, los frutos, el sol, que es Jesús, o de otoño, que es andar con la mirada baja, con el rostro amarillento?”.
A continuación, el texto completo de la catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado la Palabra de Dios en el libro del Apocalipsis, y dice así: «Yo hago nuevas todas las cosas» (21,5). La esperanza cristiana se basa en la fe en Dios que siempre crea novedad en la vida del hombre, crea novedad en la historia y crea novedad en el cosmos. Nuestro Dios es el Dios que crea novedad, porque es el Dios de las sorpresas. Novedad y sorpresas.
No es cristiano caminar con la mirada dirigida hacia abajo –como hacen los cerdos: siempre van así– sin levantar los ojos al horizonte. Como si todo nuestro camino se terminara aquí, en la palma de pocos metros de viaje; como si en nuestra vida no existiera ninguna meta y ningún fin, y nosotros estuviéramos obligados a un eterno errar, sin ninguna razón para nuestras tantas fatigas. Esto no es cristiano.
Las páginas finales de la Biblia nos muestran el horizonte último del camino del creyente: la Jerusalén del Cielo, la Jerusalén celestial. Esta es imaginada sobre todo como una inmensa carpa, donde Dios acogerá a todos los hombres para habitar definitivamente con ellos (Ap 21,3). Y esta es nuestra esperanza.
Y ¿Qué cosa hará Dios, cuando finalmente estaremos con Él? Usará una ternura infinita en relación a nosotros, como un padre que acoge a sus hijos que han largamente fatigado y sufrido. Profetiza Juan en el Apocalipsis, profetiza: «Esta es la morada de Dios entre los hombres […] – ¿qué cosa hará Dios? – Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó […] Yo hago nuevas todas las cosas» (21, 3-5). El Dios de la novedad.
Intenten meditar este pasaje de la Sagrada Escritura no en modo abstracto, sino después de haber leído una crónica de nuestros días, después de haber visto la televisión o la portada de un diario, donde existen tragedias, donde se reportan noticias tristes a las cuales todos corremos el riesgo de acostumbrarnos.
Y he saludado a algunos de Barcelona: cuantas noticias tristes de ahí. He saludado a algunos del Congo, y cuantas noticias tristes de allá. Y tantas otras. Sólo para nombrar dos de ustedes, que están aquí. Intenten pensar en los rostros de los niños aterrorizados por la guerra, al llanto de las madres, a los sueños rotos de tantos jóvenes, a las penurias de tantos prófugos que afrontan viajes terribles, y son explotados tantas veces… La vida lamentablemente es también esto. Algunas veces se podría decir que es sobre todo esto.
Puede ser. Pero existe un Padre que llora con nosotros; existe un Padre que llora lágrimas de infinita piedad en relación de sus hijos. Nosotros tenemos un Padre que sabe llorar, que llora con nosotros. Un Padre que nos espera para consolarnos, porque conoce nuestros sufrimientos y ha preparado para nosotros un futuro diferente. Esta es la gran visión de la esperanza cristiana, que se dilata todos los días de nuestra existencia, y nos quiere consolar.
Dios no ha querido nuestras vidas por equivocación, obligando a Sí mismo y a nosotros a duras noches de angustia. En cambio, nos ha creado porque nos quiere felices. Es nuestro Padre, y si nosotros aquí, ahora, experimentamos una vida que no es aquella que Él ha querido para nosotros, Jesús nos garantiza que Dios mismo está obrando su rescate. Él trabaja para rescatarnos.
Nosotros creemos y sabemos que la muerte y el odio no son las últimas palabras pronunciadas en la parábola de la existencia humana. Ser cristiano implica una nueva perspectiva: una mirada llena de esperanza. Alguno cree que la vida contiene todas sus felicidades en la juventud y en el pasado, y que el vivir sea un lento decaimiento. Otros aún piensan que nuestras alegrías sean sólo ocasionales y pasajeras, y en la vida de los hombres está escrito el sin sentido.
Aquellos que ante tantas calamidades dicen: “Pero la vida no tiene sentido. Nuestro camino es sin sentido”. Pero nosotros los cristianos no creemos en esto. En cambio, creemos que en el horizonte del hombre existe un sol que ilumina por siempre. Creemos que nuestros días más bellos deben todavía llegar. Somos gente más de primavera que de otoño.
Me gustaría preguntarles, ahora –cada uno responda en su corazón, en silencio, pero responda–: ¿yo soy un hombre, una mujer, un joven, una joven, de primavera o de otoño? ¿Mi alma es de primavera o de otoño? Cada uno responda. Entrevemos los gérmenes de un mundo nuevo en vez de las hojas amarillentas sobre sus ramas. No nos quedamos en nostalgias, añoranzas y lamentos: sabemos que Dios nos quiere herederos de una promesa e incansables cultivadores de sueños.
No se olvide de esta pregunta: ¿Yo soy una persona de primavera o de otoño? De primavera, que espera la flor, que espera el fruto, que espera el sol que es Jesús; o de otoño, que está siempre con la mirada hacia abajo, amargado, y como a veces he dicho, con la cara de ajíes al vinagre, ¿no?
El cristiano sabe que el Reino de Dios, su Señoría de amor está creciendo como un gran campo de trigo, a pesar de que en medio esta la cizaña. Siempre existen problemas, existen las habladurías, existen las guerras, existen las enfermedades… existen los problemas. Pero el trigo crece, y al final el mal será eliminado.
El futuro no nos pertenece, pero sabemos que Jesucristo es la más grande gracia de la vida: es el abrazo de Dios que nos espera al final, pero que ya desde ahora nos acompaña y nos consuela en el camino. Él nos conduce a la gran “morada” de Dios entre los hombres (Cfr. Ap. 21,3), con tantos otros hermanos y hermanas, y llevaremos a Dios el recuerdo de los días vividos aquí abajo. Y será bello descubrir en ese instante que nada ha sido perdido, nada, ni siquiera una lágrima: nada ha sido perdido; ninguna sonrisa, ni ninguna lágrima.
Por cuanto nuestra vida haya sido larga, nos parecerá de haber vivido en un momento. Y que la creación no se ha quedado en el sexto día del Génesis, la creación no ha terminado el sexto día, sino ha proseguido incansablemente, porque Dios siempre se ha preocupado por nosotros. Hasta el día en el que todo se cumplirá, la mañana en la cual se terminaran las lágrimas, el instante mismo en el cual Dios pronunciará su última palabra de bendición: «Yo hago nuevas todas las cosas» (v. 5). Si, nuestro Padre es el Dios de la novedad y el Dios de las sorpresas. Y aquel día nosotros seremos verdaderamente felices, y ¿lloraremos?, sí, pero lloraremos de alegría. Gracias.
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— ACI Prensa (@aciprensa) 23 de agosto de 2017
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